Con 29 años, en el currículo de Terrence Malick figuraba la carrera de Filosofía y dos guiones enterrados en un cajón. Un lustro después, había ganado la Concha de Oro de San Sebastián y el premio a mejor director del Festival de Cannes. Entre medias, dos películas deslumbrantes que le elevaron a la figura de referente del cine independiente americano, «Malas tierras» y «Días del cielo». Y cuando parecía que podía consagrarse en Hollywood, decidió parar. Tardó veinte años en volver a ponerse detrás de las cámaras con esa joya del cine bélico (o antibélico) titulada «La delgada línea roja» (1998). Prefirió pasar ese tiempo dando clases de Literatura en Francia. O eso aseguró.
Porque su vida es un enigma tan inasible como la poesía que inyecta en sus películas. Ese parón de veinte años no hizo sino aumentar la leyenda creada en torno a Malick. Como si de un profeta se tratara, oculta hasta el lugar en el que nació, que oscila según las versiones entre Illinois o Texas. Una leyenda que él engorda con la negativa a conceder entrevistas y a dejarse fotografiar. Dice, o decía Brad Pitt por boca del cineasta, que es porque todo lo que Malick quiere contar del mundo está ya en su filmografía, y porque lo que tuviera que responder en las entrevistas se iba a disolver entre los flashes del mundo de Hollywood del que nunca quiso ser partícipe.
Lo contaba el actor en 2011, con el estreno de la que sería la película más popular de Malick, «El árbol de la vida», que como una contradicción más de las que pueblan toda su filmografía terminó por ser la más odiada por el público que fue a ver en la gran pantalla al actor de moda y se encontró con el mismísimo «big bang». Pero después de aquel éxito dispar, volvió a sorprender a todos. No pasó ni un año cuando estrenaba una nueva película. El mismo cineasta que en 38 años había rodado cuatro obras -falta entre las mencionadas «El nuevo mundo» (2005)- se desquitaba filmando dos en un suspiro. Pero «To the Wonder» (2012) fue un fracaso de crítica y comercial. Se estrenó en Venecia entre abucheos por el extraño romance que había escrito y dirigido entre Ben Affleck y Olga Kurylenko. Poco le importó. Tres años después llevó a Berlín «Knight of Cups» (2015), que dejó como cubitos de hielo a los (pocos) que vieron este alucinado relato sobre los excesos de los nuevos tiempos.
Fotograma de "El árbol de la vida"
Estancado, en palabras de los grandes titulares de los medios estadounidenses, pero no rendido. Dos años después, y con una profusión inaudita, presentó «Song to Song» (2017), de nuevo con la industria del espectáculo como objeto de análisis solo que aderezada con un doble triángulo amoroso de los más guapos de Hollywood. Ni se estrenó en España ni se vio apenas en EE.UU.
Pese a que cada vez parecía más lejos del público y a que el favor de la crítica se había disuelto, Malick no perdió su influencia entre los actores y cineastas. Con él se han peleado por rodar los mejores desde que creciera su leyenda como «descubridor» de talentos. Sissy Spacek fue nominada al Bafta a mejor actriz revelación por «Malas tierras», Brooke Adams deslumbró al lado de Richard Gere en «Días del cielo», Q’orianka Kilcher se llevó premios de la Crítica por su papel en «El nuevo mundo» junto a Colin Farrell... Y después, no ha habido estrella de Hollywood que no haya rodado a sus órdenes. Los más guapos, los más ricos, los más premiados han sucumbido al influjo del Filósofo de Harvard: Michael Fassbender, Ryan Gosling, Natalie Portman, Cate Blanchett, Val Kilmer, Christian Bale, Brad Pitt, Jessica Chastain... Hasta Javier Bardem y Antonio Banderas han trabajado para Malick. (Fernando Muñoz)
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