miércoles, 21 de febrero de 2024

Mitomanía... Burt Lancaster

 


Su carrera es el más vivo ejemplo de la ardua carrera como profesional y de las irrenunciables ansias de superación que deben prevalecer en todo actor de cine que pretenda llegar a ser estrella. Como además le acompañaba una simpática y varonil figura cuyo magnetismo animal traspasaba la pantalla, pronto se convertiría en uno de los personajes claves del cine internacional, a través de una meteórica evolución que le llevaría a trabajar en Europa con Visconti o Bertolucci, sin renunciar por ello a su gloriosa etapa americana, cuajada de grandes éxitos comerciales, un Óscar, dos premios de la crítica neoyorquina y numerosas menciones especiales en festivales de cine por todo el mundo.

 

Brutal en sus comienzos, de gángster o convicto lóbrego y taciturno, su siguiente etapa de espadachín acrobático, a lo Douglas Fairbanks o Errol Flynn, popularizó su alegre sonrisa despreocupada, que en lo sucesivo, acentuada por su resplandeciente dentadura, pasaría a ser, junto a su recia y vigorosa complexión atlética, una de las bazas primordiales para obtener el apetecible estrellato.

 

Burton Stephen Lancaster nació en Nueva York en 1913. A los dieciséis años daba clases de gimnasia en la Universidad de Nueva York y de baloncesto en la Settlement House, mientras se entrenaba con el trapecista Nick Cravat, con el que, más tarde, formó pareja como saltimbanqui en dos películas memorables del género de aventuras, El halcón y la flecha y El temible burlón. En 1932 ambos formaron un número acrobático que recorrió el país de circo en circo (aunque, básicamente, en el Kay Brother Circus). Años después, durante la Segunda Guerra Mundial, sirvieron en el Quinto Ejército, en una sección especial que se ocupaba del entretenimiento de las tropas que luchaban en ultramar.

 

Licenciado en 1946, regresó a Nueva York y, tras un breve paso por el teatro, fue descubierto por Mark Hellinger, quien le llevó a la Universal para interpretar, en la obra maestra de Robert Siodmak, Forajidos (1946), a un boxeador fracasado que se ve sorprendido en una intriga de muerte y seducido por los inestimables encantos de una Ava Gardner nunca tan guapa, embutida en un insinuante vestido de satén negro. Gracias a las interpretaciones que ambos hicieron de esos personajes malditos, que rezumaban erotismo por todos los poros, la película ingresó pronto en la mitología del cine negro.

 

Forajidos

Burt Lancaster siguió desenvolviéndose a las mil maravillas por la senda negra, asustando a Bárbara Stanwyck en un filme magnífico de Anatole Litvak, Voces de muerte (1948). En El abrazo de la muerte (1949), de Robert Siodmak, se vio abocado por el influjo de una mujer (Yvonne De Carlo) a participar en un golpe insensato, un atraco perfecto en un hipódromo, teniendo como cómplice precisamente al nuevo compañero de la mujer, un peligroso gángster (el siempre inquietante Dan Duryea). Lancaster volvió a encarnar a un hombre físicamente dotado pero sentimentalmente débil que acaba siendo manejado por una mujer (como en Forajidos), ofuscado por el amor o por el deseo sexual.

 


Inmediatamente, Lancaster interpretó el Dardo de El halcón y la flecha (1950), de Jacques Tourneur, y el pirata de El temible burlón (1952), de Robert Siodmak. En la primera, Lancaster se destapa como el aguerrido y risueño héroe italiano medieval que lucha por su hijo, por el amor de una Virginia Mayo (con los labios en Technicolor) y por la libertad de su tierra, Lombardía. En la segunda es un gallardo pirata en una de las piezas clásicas del género de aventuras, por no decir del cine en general. En ambas tenía un viejo amigo para, entre mandoble, galanteo y caída de velas, guardarle las espaldas: su mudo compañero Nick Cravat.

 

El halcón y la flecha

En medio de estos dos clásicos, se fue por primera vez al oeste norteamericano de la mano, curiosamente, de un gran experto en la aventura, Richard Thorpe: El valle de la venganza (1951) fue en efecto su primer western. Pero volvió tres años más tarde con fuerza en dos magistrales muestras del género. Antes, en 1953, se dio el baño más famoso de la historia del cine, quizá porque lo hizo con una bellísima Deborah Kerr (encorsetada en un bañador atrevidísimo para la época) en el papel más erótico y seductor de toda su carrera: el que interpretó en el filme De aquí a la eternidad, de Fred Zinnemann, que se convirtió en un éxito enorme y mereció ocho Oscar, incluido el de mejor película. Burt Lancaster impresionó con su sobria interpretación, lo que le valió el primer premio de la crítica de Nueva York y una candidatura para el Oscar.

 

De aquí a la eternidad

Burt Lancaster fue, además, el primer actor de su generación que se dio cuenta a tiempo de la fragilidad del sistema de los grandes estudios y se lanzó a producir por su cuenta. Junto al célebre guionista Ben Hecht fundó en 1947 la Norma Production, que con la incorporación de James Hill pasaría a llamarse Hecht-Hill-Lancaster. Los frutos llegaron con Apache (1954), de Robert Aldrich (uno de los primeros alegatos en favor de la maltratada y exterminada raza india que contó con la magnífica interpretación de un Lancaster embetunado para la ocasión), y sobre todo, en ese mismo año, con Veracruz, del mismo Aldrich. Lancaster incorporaba a un personaje algo frustrado, un vividor con sonrisa asesina tan detestable como encantador; todo lo contrario que su compañero Gary Cooper, reflexivo, tranquilo, justo e imbuido de sus principios morales. No les quedó más remedio que vivir juntos las mismas aventuras, la misma epopeya, en un duelo interpretativo casi épico. La actriz española Sara Montiel lució su maravilloso físico entre estos dos monstruos de la pantalla.

 


Se lanzó a la dirección con El hombre de Kentucky (1955), que no aportó nada nuevo a su carrera; volvería a intentarlo, muchos años después, en El hombre de medianoche (1974), que corrió la misma suerte. También en 1955 aportó una soberbia tranquilidad a su personaje de despreocupado italiano en La rosa tatuada, de Daniel Mann, junto a Anna Magnani, según la obra homónima de Tennessee Williams. Viajó un año después a Europa para rememorar viejas acrobacias en Trapecio, de Carol Reed, una encantadora cinta de trapecistas que se lanzan en un triple salto mortal sin red. Estos temerarios del aire eran, aparte de Burt Lancaster, Tony Curtis y una maravillosa Gina Lollobrigida.

 

Trapecio

En 1957 regresó al género del Oeste interpretando al Wyatt Earp de Duelo de Titanes, de John Sturges, una nueva versión del viejo tema del enfrentamiento entre los Clanton y los Earp en O.K. Corral, ya llevado magistralmente al celuloide por John Ford en Pasión de los fuertes (1946). En esta ocasión, Dimitri Tiomkin compuso una pegadiza y original melodía que se hizo muy familiar. El Oscar le llegó con El fuego y la palabra (1960), de Richard Brooks, donde da vida de manera sublime, bajo la apariencia del altruismo y de la generosidad, a un falso evangelista que, con la bendición de la religión, manipula no sin un cierto regocijo a las masas crédulas y traumatizadas a través del mítico chantaje del infierno.


El fuego y la palabra

Con ¿Vencedores o vencidos? (1961), de Stanley Kramer, comenzó una serie de interpretaciones humanitarias y tiernas. Le siguió su alentador trabajo para El hombre de Alcatraz (1962) de John Frankenheimer, una interesante reconstrucción de la reconversión de un criminal en un ornitólogo de prestigio; y terminó con Ángeles sin paraíso (1963), una conmovedora película de John Cassavetes sobre los niños con problemas para relacionarse con los demás.

 


Ese mismo año marchó a Italia para ponerse a las órdenes de Luchino Visconti. Lancaster estuvo sublime como el príncipe don Fabrizio Salina, en uno de los más bellos, frescos y románticos filmes de la historia: El Gatopardo, un verdadero clásico del cine histórico y político. Con Visconti, once años después, volvió a estar espléndido en Confidencias (1974). Lancaster se reencarnó en un profesor envejecido, amante de la literatura y la pintura, que siente llegar la muerte, y que se debate entre angustias personales y el desencanto de tener que compartir lugar con jóvenes burgueses disolutos y desordenados, incapaces de sentir ni el arte ni la vida. En Italia participaría aún en otro título mítico, esta vez obra de Bernardo Bertolucci: Novecento (1976), que, como El Gatopardo y Confidencias, volvió a fracasar entre sus compatriotas.

 

El gatopardo

A lo largo de los años setenta apareció en un filme que puso de moda los productos de catástrofes: Aeropuerto (1970), de George Seaton. Y, más tarde, en otro que ayudó a reforzar el género, El puente de Cassandra (George Pan Cosmatos, 1977). Ofreció una de sus mejores interpretaciones en La venganza de Ulzana (1972), un impresionante western de Robert Aldrich, e intervino también en la importante superproducción Amanecer Zulú (1979), de Douglas Hickox.

 

Su presencia fue requerida para tres filmes de culto en los años ochenta: Un tipo genial (1983), de Bill Forsyth, donde interpreta a un magnate obsesionado con contemplar una aurora boreal, por lo que pretende comprar todo un pueblo; La piel (1981), de Liliana Cavani; y Atlantic City (1980), de Louis Malle, por la que volvió a ser nominado al Oscar gracias a su memorable interpretación. Todavía en 1989 resultó todo un lujo volverle a ver en esa pequeña joya del cine que es Campo de sueños, de Phil Alden Robinson, interpretando a un doctor que ha tomado los caminos que la vida le ha ofrecido, pero que nunca ha olvidado lo que el Baseball había significado para él.

 


La carrera cinematográfica de Burt Lancaster atravesó distintas etapas: en los años cincuenta fue uno de los más insignes acróbatas del cine de aventuras; en los años sesenta se rebeló como el más empecinado actor de culto; en los años setenta fue una baza segura para las producciones en las que participaba, y en los ochenta gozó de una madurez gloriosa. Asusta ver la impecable filmografía de un actor irrepetible, capaz de saltar encima de un caballo, pasar por un aristócrata italiano o columpiarse a 25 metros de altura. Lancaster no ha parado de sorprender a las distintas generaciones de cinéfilos que lo han ido conociendo a través de sus películas. Cuando en sus inicios fue catalogado como un actor de registro limitado, Lancaster dio cantidad y calidad, y supo callar las lenguas que le asignaban pocas armas para triunfar.

 

Fue una persona muy celosa de su intimidad. Estuvo casado en tres ocasiones. Su primer matrimonio fue con June Ernst, de 1935 a 1946. Su segundo matrimonio (1946-1969) fue con Norma Anderson, una antigua acróbata como él, con quien tuvo cuatro hijos y adoptaron otro. Lancaster tuvo fama de mujeriego, lo que provocó el divorcio de Anderson en 1969. Se casó con su tercera esposa, Susan Martin, en 1990 ya en el ocaso de su vida; ella lo acompañó hasta su muerte.

 

A medida que se fue haciendo mayor, su corazón comenzó a fallar, lo que le impidió seguir desarrollando su actividad profesional con normalidad. A finales de ese mismo año de 1990 sufrió un ataque de apoplejía que lo dejó mudo y tuvo que someterse a una operación a corazón abierto. Más tarde, un segundo ataque cerebral le obligó a usar silla de ruedas, quedando parcialmente paralítico.

 

Falleció en 1994, en su casa de Los Ángeles, de un infarto de miocardio. Sus restos se encuentran en el Cementerio Westwood Village Memorial Park de Los Ángeles, California.




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