8 películas se estrenan
el 6 de octubre de 2017 en la cartelera cinematográfica de Sevilla. Cuatro películas
son de producción estadounidense, dos españolas, una francesa y una argentina.
La cosa sigue regular para arrojarse a la piscina de las recomendaciones. Vamos
con ello.
Blade Runner 2049. (USA, 2017). Dir. Denis Villeneuve.
Es muy pronto para adivinar si 'Blade Runner
2049' alcanzará el estatus que posee 'Blade Runner' (1982) pero, en todo caso,
la nueva película no es mera nostalgia ni reciclaje ni cínico mercadeo. Toma
las cuestiones planteadas por su precursora acerca de la fina línea que separa
lo natural de lo artificial y las lleva a territorios más ambiguos y
reflexivos, y en el proceso se erige en una de las películas de ciencia-ficción
más profundas y provocativas que se recuerdan. También en una de las más
hermosas, una obra capaz de proveernos de una sobrecogedora mezcla de imágenes,
sonidos y atmósferas.
No es, pese a lo que los tráilers sugieren,
cine de acción, sino un meditabundo misterio 'noir' sobre una persona
desaparecida y la crisis existencial que el caso provoca en el agente K (Ryan
Gosling), un replicante que poco a poco toma conciencia de su propia humanidad.
El director Denis Villeneuve, de hecho, no tiene reparos en recrearse en la
lentitud, la quietud y el silencio y, dadas sus casi tres horas de metraje, a
la película quizá no le harían falta tantos momentos de circunspección por
mucho que, mientras tanto, también construya muchas escenas de tensión
irrespirable.
El gran problema acerca de 'Blade Runner
2049', eso sí, es otro: pese a su hondura y su inventiva visual resulta
inevitable sentir que la película es en sí misma algo parecido a un replicante,
y no solo porque maneja elementos de género que 'Blade Runner' creó y otros
títulos han explotado; también, sobre todo, porque debe buena parte de su
resonancia a la relación que el espectador tiene con la primera película, y
convierte algunas subtramas de aquella en misterios que deben ser resueltos.
Pero parte de la magia del original está en lo que faltaba; al mostrarnos solo
un rincón de su universo, aquella película echó a volar nuestra imaginación.
Nos hizo necesitar verla una y otra vez. 'Blade Runner 2049' hace parte del
trabajo por nosotros, y por ello carece del aura misteriosa de su magistral
predecesora. Que cada cual decida si eso se echa de menos. Recomendada.
Morir. (España, 2017). Dir. Fernando Franco.
No hay lugar para la complacencia en el cine de Fernando Franco. Si en “La
herida”, su ópera prima, planteaba con soberbio rigor formal y narrativo la
existencia dual de una mujer bipolar, en “Morir”, su segunda película,
reflexiona sobre la agria posibilidad, particularmente terrible y plausible, de
que a la hora de la enfermedad y el fin nos convirtamos en peores personas de
lo que fuimos en vida.
Franco nunca miente, ya desde su título. Y tampoco reconforta: acaba su
película unos tres minutos después de lo que podría haber sido un plano
reparador (las manos) para tanta agonía física, mental y artística; y tras el
simbolismo de la ventana y las cortinas, decide seguir unos instantes más con
una cotidianidad absurda y maravillosamente desabrida. Como su ausencia de
profundidad de campo, cada vez más palpable conforme avanza el relato, figura
metafórica de una vida a la que tampoco se le vislumbra un gran fondo. Como su
montaje, abrupto, que hace que la película nunca fluya, porque la existencia de
su joven pareja protagonista, un hombre con un tumor y su aguerrida mujer,
tampoco mana, sino que se entrecorta. Como su banda sonora, copada por la
música desde dentro, diegética, con un estilo noise lejos de la melodía de la
vida.
Andres Gertrúdix, excelente, y Marian Álvarez, la
perfección, en tono, expresión facial y corporal, valiente y vulnerable, pareja
también en la vida real (enseñanzas malsanas del maestro Kubrick), componen dos
personajes que no lo son. Podemos ser héroes, aunque solo sea por un día, como
en la canción de David Bowie, que precisamente suena en la película en una
versión que escuece, que eriza, pero ese heroísmo nunca tiene premio. Ni
siquiera consolará. Es el coraje de la antiestética, de fregar un suelo con
vómito, de poner una lavadora tras cambiar la funda del colchón de la cama, de
simplemente estar ahí. En el derrumbe físico de la agonía y en el derrumbe
emocional del miedo. Los últimos días siempre llueve. Recomendada (con reservas).
El último traje. (Argentina, 2017). Dir. Pablo Solarz.
En este segundo largometraje del guionista Pablo Solarz como director, el
protagonista, anciano judío que ha escapado de su inminente ingreso en un
geriátrico, es despertado por la propietaria del hotel madrileño en que se
aloja, tras haberse quedado dormido y perder el tren que debía llevarle a
Polonia. Ella es una estupenda Ángela Molina en la piel de una mujer descreída
en lo afectivo, pero enérgica en la gestión de su vida cotidiana. Él es Miguel
Ángel Solá, un sesentón dando vida a un octogenario que, por fortuna, no encaja
en el común arquetipo ternurista del abuelo a la fuga tan querido por el cine
de melaza y golpe bajo. El modo en que el personaje se despierta en esa
secuencia, pasando de la confusión a la lucidez, recuperando trabajosamente el
control tanto de su cabeza como de las articulaciones de su cuerpo, da la
medida del minucioso trabajo del actor a la hora de dar vida a este Abraham
Bursztein que recorrerá medio mundo –y atravesará el espacio de un trauma- para
cumplir una vieja promesa.
Con la concreción de un viejo cuento judío, “El último traje” narra el
desarrollo de un viaje de redención personal cuando todo toca a retirada. Los
actores, con Solá y Molina a la cabeza, son la gran fortaleza de una película
que no esquiva todo tópico, ni parece ambicionar mucho más que una parca
corrección, pero logra trazos de originalidad en su descripción de la comunidad
judía argentina como subterráneo universo paralelo. Recomendada (con reservas).
El jardín de Jeannette. (Francia, 2016). Dir. Stéphane
Brizé.
¿Qué supone crecer, hacerse mayor, abandonar la protección de la
infancia? El luto tarda más o menos, pero siempre llega. Doloroso, implacable,
arrinconándote contra la evidencia de que la vida es injusta y el mundo,
hostil. Ante eso, existen dos opciones: la dureza para seguir peleando o seguir
siendo un niño. La protagonista de “El jardín de Jeannette” escoge lo
segundo, amparada por la sobreprotección de unos padres aristócratas que
quieren demasiado a su hija única como para hacerla encarar ciertos disgustos.
La aniñada Judith Chemla es la actriz ideal para encapsular los más de 20
años de vida de esta mujer imaginada por Guy de Maupassant. Un verdadero golpe
sobre la mesa de la literatura decimonónica sobre mujeres aburridas y
adúlteras. Jeanne no es Madame Bovary ni tampoco la señora Karenina. Ella se
enamora realmente de su futuro marido y es feliz en la acolchada vida que
construyen juntos, cerca de papá y mamá –tierna Yolande Moreau– pero lejos
del mundo adulto de verdad. Es él –inquietante Swann Arlaud– quien la engaña
a ella, propiciando una toma de conciencia que nunca llega. Una trama
encorsetada en el siglo XIX pero que sería fácilmente transportable al
nuestro.
Stéphane Brizé es consciente de ello pero, tras sus terrenal “La ley del
mercado”, parece no querer renunciar a la abstracción que supone ambientar la
historia durante los años en los que escribió Maupassant. Es doble la
constricción temporal, pues la película recorre la biografía de Jeanne
construyendo su propio tiempo, fragmentos de vida en apariencia irrelevantes,
tan cotidianos como una tarde en el parque, naturalistas, iluminados con luz
natural y una puesta en escena pendiente de los detalles. Así arma Brizé este
collage impresionista tan bello por fuera como amargo por dentro. Recomendada (con reservas).
La montaña entre nosotros. (USA, 2017). Dir. Hany
Abu-Assad.
La
épica del llamado Milagro de los Andes resulta insuperable. Sobre todo para el
cine, que ya se acercó al suceso en 1993 con la muy digna “¡Viven!”, pero en
cuyas imágenes apenas si se rozaba la magnitud de la odisea real. A pesar de
ello, la traslación a la pantalla del accidente de avión del equipo uruguayo de
rugby que se estrelló contra un risco andino en octubre de 1972, y del que
sobrevivieron 16 personas, encontradas 72 días después, tenía dos componentes
indiscutibles para la emoción: uno interno, las condiciones de canibalismo que
les habían permitido seguir con vida; y otro externo, que se trataba de un
hecho auténtico.
Ante
tal antecedente, adentrarse en una película en la que dos personas que se han
conocido apenas un rato antes viven una tragedia aérea semejante a bordo de una
avioneta, pero en la que el interés, y el subtexto principal, residen en si en
tales condiciones de soledad puede surgir el amor verdadero, parece un suicidio
artístico y emocional.
Basada
en una novela de corte romántico, publicada por Charles Martin en 2011, “La
montaña entre nosotros” presenta además a dos personajes que, a pesar de su
formación, un neurocirujano y una fotógrafa de prensa especializada en
conflictos internacionales, siempre tienen una rara habilidad para tomar las
decisiones más incomprensibles y equivocadas en vías a su posible rescate, lo
que apenas ayuda a la empatía del espectador.
Qué
se la ha perdido en este pastel al palestino Hany Abu-Assad, hasta ahora autor
de interesantes películas sobre el conflicto político de su tierra ―las
magníficas “Paradise now” (2005) y “Omar” (2013), y la fallida “Idol” (2015)―,
es otro de los misterios de un relato que nunca te traslada la desesperación
vital y las ansias de supervivencia, y todavía menos el prurito romántico del
amor desbocado en condiciones extremas. No Recomendada.
Toc, Toc. (España, 2017). Dir. Vicente Villanueva.
Estrenada el 13 de diciembre de 2005 en el teatro del Palais Royal en
París, “Toc, Toc”, segunda obra teatral del cómico polifacético Laurent Baffie,
vivió una intensa historia de amor con el público español a partir del montaje
en lengua castellana que presentó Esteve Ferrer en 2009. Con seis personajes
con diferentes variedades de trastornos obsesivo compulsivos esperando a su
Godot (en este caso, terapeuta) particular en una sala de espera, “Toc, Toc”
jugaba a la comedia de la disfuncionalidad desde la barrera, con la misma
condescendencia en la mirada que, por ejemplo, una serie como “The Bing Bang
Theory” aplica sobre lo friqui: el resultado acababa estando demasiado cerca de
un sketch alargado –un sketch de Primero de sketches, para entendernos- y
confiaba su eficacia en el arrojo y la entrega de sus repartos para lidiar con
un material un tanto abrasivo.
La versión cinematográfica de Vicente Villanueva es fiel reflejo de las
debilidades de ese material de partida: sería razonable que cualquier
espectador desease escapar cuanto antes de esa sala de espera, de no estar ahí,
por ejemplo, una Alexandra Jiménez refinando cada vez más su lenguaje corporal
o un Paco León que no necesita forzar el tono para colocar a su personaje a
medio camino de lo irritante y lo entrañable. Otros actores no tienen más
suerte: el slapstick de Adrián Lastra, con algo del toque acrobático de un
joven Jerry Lewis, hubiese requerido que el director fuera mejor cómplice de
sus códigos.
Con todo, lo más doloroso de “Toc, Toc” es seguir comprobando cómo un
director con una obra en cortos tan personal como la de Vicente Villanueva
sigue sin encontrar su lugar –y su tono- en el largometraje. Una lástima, toda
vez que el toque Villanueva revelaba un alto y firme potencial de conexión
popular. No
Recomendada.
Tu mejor amigo. (USA, 2017). Dir. Lasse Hallström.
La distancia que separa “Mi vida como un
perro” y “Tu mejor amigo” es la que hay entre una carrera cinematográfica
incipiente con todo por decir y la de un director acabado sin nada que contar.
Y es una tristeza, pero la cuesta abajo profesional de Lasse Hallström no parece
tener fin.
El director sueco, que con “Mi vida como un
perro” (1985), su sexta película, la episódica y agridulce odisea vital de un
travieso niño sin padre y con una madre enferma, y su peregrinación por hogares
de acogida, el fin de la inocencia y el despertar del placer, llegó a obtener
dos candidaturas a los Oscar ―mejor dirección y mejor guion adaptado―,
ganándose así el pasaporte para exportar su tono melodramático, entre lo
social, lo dulce y lo terrible, a muy buenos proyectos del Hollywood de los
noventa, ha acabado, ya septuagenario, haciendo un lacrimógeno engendro
familiar sobre la reencarnación de los perros que convierte a la remilgada “Siempre
a tu lado (Hachiko)”, de 2009 y también con coprotagonista canino, en una
película con cierta trascendencia.
También episódica y agridulce, como aquella
película que le llevó a poder hacer excelentes obras de artesano de encargo en
EE UU ― ”Querido intruso”, “¿A quién ama Gilbert Grape?” y “Las normas de la
casa de la sidra”―, “Tu mejor amigo”, basada en un best-seller de W. Bruce
Cameron, es una loa al amor a las mascotas más allá de la vida.
Y de la razón. Porque entre padres borrachos,
lesiones deportivas de por vida y romances que atraviesan el espacio y el
tiempo, hay que aguantar un cierto toque “101 dálmatas” para adultos, que en
realidad lo que esconde es un “Mira quién habla” con perros. Hallström, que ya
venía de dos melifluas adaptaciones del novelista rosa Nicholas Sparks ― ”Querido
John” y “Un lugar donde refugiarse”―, ha tocado fondo. No Recomendada.
La cabaña. (USA, 2017) . Dir. Stuart Hazeldine.
Hijo
de misioneros criado en Nueva Guinea, el canadiense William P. Young escribió “La
cabaña” con el modesto horizonte de expectativas de ofrecérselo a tan solo
quince lectores: sus seis hijos y un reducido círculo de amigos. Entre estos
hubo quien le alentó para que se replantease el alcance del libro: sucesivos
rechazos editoriales culminaron en una autoedición de largo alcance. Y se pasó
de la anécdota al fenómeno editorial: “La cabaña” se convirtió en imbatible
best-seller para creyentes y, también, en objeto de polémica entre los
integristas cristianos que lo tildaron de herético por, entre otras cosas, su
universalismo –todos serán salvados- y su pintoresca manera de lidiar con el
misterio de la Santísima Trinidad.
“La
cabaña”, adaptación cinematográfica aprobada por el autor, permite intuir por
dónde van los tiros para quienes no se han leído el libro: con su look de
lacrimógeno telefilme de sobremesa sobrealimentado con kitsch digital, variante
new age, y golpes de efecto en el reparto –¡Octavia Spencer es Dios! (y no es
una metáfora; ni, probablemente, una valoración crítica del papel)-, la
película de Stuart Hazeldine –director que ya había imaginado lo que le pasaría
a Jesucristo en un instituto británico en su corto “Christian” (2004)- cuenta
la historia de un tipo que, tras haber matado en la infancia a su padre
alcohólico y maltratador con un poco de estricnina, pierde a su hija pequeña a
manos de un psicópata y, en plena demolición espiritual, es convocado por el
Altísimo para una cita personal en una cabaña. Allí, la Madre, el Hijo –un
israelí con camisa de leñador- y el Espíritu Santo –una japonesa- le impartirán
un cursillo acelerado en torno al perdón de efectos, inevitablemente,
transformadores.
Por
grotesca que pueda parecer la sinopsis no hay que desestimar su potencial para
inspirar una película de controvertida espiritualidad, pero la incapacidad para
convocar el vértigo de lo inefable a través de imágenes y palabras es
manifiesta: quizá novela y película sean heréticas, pero parece que estemos
ante un perfecto síntoma de esa espiritualidad de supermercado que ya cuenta
con nutrida oferta en el mercado editorial. No Recomendada.
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