lunes, 6 de abril de 2015

Las caras de Penélope

           Las historias que relatan el retorno del héroe al hogar –tras la guerra, el exilio, el extravío o la aventura– suelen tratar en un segundo plano la situación de la mujer que lo espera.  La esposa del héroe triunfante soporta con dignidad una ausencia de años y su fidelidad, probada a fuego, es la recompensa que aguarda al guerrero que regresa a su patria.  En el mito por antonomasia de todos los retornos, el de Ulises, la esposa fiel es Penélope, la hija de Icario que soporta durante veinte años la ausencia de su marido y burla las intentonas de sus pretendientes destejiendo por la noche lo tejido durante el día del sudario –dicen– de su suegro Laertes.  




Tras la muerte de los pretendientes a manos de su esposo y el reconocimiento de éste, Penélope se realiza definitivamente como esposa de Ulises y como madre de Telémaco en un hogar reconstruido que ha soportado todas las pruebas enviadas por los dioses.  Sin embargo, según otras leyendas locales ajenas a Homero, Penélope no fue muy diferente de las demás esposas –infieles– de los caudillos griegos, como la de Diomedes o la propia Clitemnestra, que se unió a Egisto y dio muerte a su esposo Agamenón cuando descendía de la nave sobre una alfombra de púrpura, como cuenta Esquilo en La Orestíada.  Penélope no llegó hasta el asesinato, pero según algunas versiones que rayan en lo humorístico, mantuvo relaciones con los más de cien pretendientes, de los que tuvo prolija descendencia.



            Si bien no tanto en las versiones clásicas de la leyenda de Ulises (como el “Ulises” de Mario Camerini, de 1954, con Silvana Mangano y Kirk Douglas), que es bastante ortodoxa, el cine ha sabido reflexionar sobre el ambiguo papel de la mujer que aguarda el regreso del héroe.  En “El séptimo sello” (1957), de Bergman, el cruzado perseguido por la Muerte se encuentra con su esposa, mustia por la soledad y el paso de los años, atendiendo el fuego del hogar y dispuesta a afrontar con él el último trance: hay fidelidad y reencuentro, pero también un sentimiento de desdicha por los años desperdiciados en una guerra inútil.



            Tan arduo como el propio viaje de regreso es el proceso de reintegración en la patria, en la familia, y en este punto es esencial el papel que desempeña la esposa.  De las diversas caras de Penélope se han ocupado grandes películas que están en la mente de todos.  Una de ellas, la oscarizada “Los mejores años de nuestra vida” (1946), de William Wyler, juega con tres de estas facetas: la esposa devota (Mirna Loy), que encaja con su madura inteligencia el retorno del soldado, junto a la “otra” Penélope, frívola, prendada de los galones y del dinero más que de la persona y abiertamente infiel (Virginia Mayo), y la novia inexperta, pero enamorada, que acepta la minusvalía del héroe que retorna (Cathy O´Donnell).  En esta visión, relativamente amable del retorno del soldado (compárese por ejemplo, con el dramatismo de “El cazador” –1978– de Cimino–), la Penélope fracasada es reemplazada de inmediato por otra mujer que está a la altura del retornado: Teresa Wright en la película de William Wyler, o, en un clásico del cine negro, “La dalia azul” (1946), la rubia Veronica Lake, que se convierte en confidente e interlocutora del traicionado Alan Ladd.  La femme fatale se convierte en estos casos en un ángel protector que incluso es capaz de conjurar, con su amor, las ansias de venganza del retornado, como Susan Hayward en “Odio entre hermanos” (1949), de J.L. Mankiewicz –en este caso, de la cárcel, no de la guerra–.


 


            Hay ocasiones en que Penélope pertenece a un mundo al que el retornado ya no tiene acceso, una Penélope que ha optado, por así decirlo, por comprometerse con uno de los pretendientes o, por decirlo en términos modernos, por “rehacer su vida”.  En estos casos el regresado adquiere la dimensión de un revenant, de un muerto que regresa a una vida que ya no le pertenece.  Es lo que le ocurre a Tom Hanks con su esposa en “Náufrago” (2000), o a los exiliados que regresan a un mundo radicalmente transformado, como a tantos protagonistas de filmes sobre la caída del Muro de Berlín y la desaparición de la RDA: “La promesa” (1995) de Margarette von Trotta y “Berlin is Germany” (2001) de Hannes Stöhr.  El abismo entre el pasado y el presente, entre Ulises y Penélope, quizá no ha sido expresado con tanta intensidad poética como en “Paris-Texas” (1984) de Wim Wenders: el cristal, transparente pero infranqueable, que en el “peep-show” separa a Harry Dean Stanton de  Nastassja Kinski.



            Uno de los momentos críticos en todo retorno es el del reconocimiento.  A través de una prueba (como la del arco en Ulises), de una prenda o de una información secreta la esposa ha de asegurarse de que el retornado no es un impostor.  Por ello la Penélope más fascinante, y más moderna quizá, no es ni la que espera ni la que traiciona sin más, sino que la que reviste de fidelidad su traición y encuentra su felicidad en el impostor, que es capaz de un generosidad y de una entrega superior a la del marido ausente.  Varios filmes se han ocupado de este motivo, pero el mejor fue el primero de ellos:   la magnífica “El regreso de Martin Guerre” (1982), de Daniel Vigne, protagonizada por Gerard Depardieu.  La ambigüedad de esta Penélope, fiel y adúltera, se beneficia de la prodigiosa interpretación de Nathalie Baye, contenida en palabras, rica en gestos sutiles y con una mirada capaz de conmover al propio juez, que se convierte en el narrador, en el Homero, de esta singular historia de retornados y de esposas que esperan.


1 comentario:

  1. Magnífica la descripción de Penélope en las distintas películas. Penélopes con otras caracteristicas, ambientes y épocas pero en el fondo la misma mujer

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