Finaliza el caluroso agosto sevillano y es tiempo ya, con las pilas cargadas, de continuar informando sobre los estrenos que se produzcan en nuestra ciudad. Antes de que nos caigan los primeros estrenos de septiembre, sería conveniente resaltar aquellas películas que se han estrenado en nuestra ciudad durante el mes de agosto de 2017 y que merecen nuestra especial atención, a fin de que podamos pillarlas aún en la cartelera o próximamente en el mercado del DVD. Hemos seleccionado solo 8 películas, pero ni siquiera todas son recomendables.
La decisión del rey. (Noruega, 2016). Dir. Erik Poppe.
Seleccionada por Noruega como su representante en los Oscars.
"Un pueblo que cede ante un agresor extranjero no merece vivir". La frase es de Adolf Hitler, pero la adoptaron como propia el Parlamento noruego, el 9 de abril de 1940, y posteriormente su rey, Haakon VII, para no plegarse ante las exigencias de la Alemania nazi, invasora de su país. El monarca, uno de los pocos que había sido elegido por sus propios ciudadanos, con una mayoría aplastante de apoyo a la monarquía en un referéndum del año 1905, ni siquiera era noruego, sino danés. Pero las convicciones democráticas y de soberanía popular del rey se impusieron a la decisión más fácil: rendirse ante el poderío militar alemán y evitar una guerra con muchos muertos.
Unas jornadas clave para la historia del país escandinavo que el director Eric Poppe narra con convicción en la muy interesante La decisión del rey, crónica minuciosa de los apenas tres días que llevaron desde la amenaza nazi y los inicios de la invasión hasta la declaración de guerra. Un relato fundamentalmente de corte político, que también se adentra por momentos en el cine bélico, que siempre está pendiente de la precisión histórica, y que tampoco abandona el drama de una familia real, con niños incluidos, que tuvo que correr, literalmente, bajo las bombas alemanas.
A través de variados puntos de vista (el poder y la cotidianidad de la familia real; las labores diplomáticas del embajador alemán, Curt Bräuer; las conversaciones del gobierno y el parlamento noruego; las tropas alemanas, y el ejército escandinavo), Poppe se adentra en la historia con pulso de narrador, capturando con notable trascendencia los dos grandes subtextos de un tiempo crucial: la levedad del poder, y el imposible dictamen de un ser humano que, ante una situación trágica, debe firmar (o no) un papel que, de un modo u otro, supondrá muertes, dolor y degradación. Poppe, al que solo se le puede achacar su obstinación por los innecesarios reencuadres con el zoom en su puesta en escena, sabe encontrar la gama de grises en un suceso en el que, a simple vista, únicamente hay héroes y villanos. Y lo hace a través de las figuras de los fascinantes personajes de Bräuer y del príncipe heredero, Olaf V, más enérgico e impulsivo que el siempre templado Haakon.
Todo ello sin perder de vista, dentro del guion y de los diálogos pero fuera de la visualización, la tentativa de golpe de estado del líder nazi noruego Vidkun Quisling, y mostrando la heladora espera de los chavales del esquelético ejército noruego, como un silencio en la nieve que ejerce de metáfora de los tres días de duda y honra de un país de estratégica importancia militar y económica para el salvajismo nazi. Cine de la política, cine de la humanidad. Para aprender, entender y recordar. Recomendada.
Abracadabra. (España, 2017). Dir. Pablo Berger.
Preseleccionada (junto a otras dos películas más) por la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de España para representarnos en los Oscars.
Sobre “Un espíritu burlón” de Noel Coward —obra teatral estrenada en 1941 y llevada al cine por David Lean en 1945— siempre ha planeado una sospecha: su más que evidente parecido con “Un marido de ida y vuelta” de Enrique Jardiel Poncela, estrenada en 1939, ¿fue un puro azar o un flagrante caso de plagio? En la obra de Coward, un escritor requiere los servicios de una médium con el fin de recabar información para su próximo libro y, como consecuencia indeseada de la sesión espiritista, se manifiesta el espectro de su antigua esposa, dispuesta a recuperar a su amor y, de paso, destrozarle el matrimonio. En “Un marido de ida y vuelta”, una muerte súbita en una fiesta de disfraces propicia que, en ese caso, el espectro empeñado en reconquistar a su amor comparezca en extemporáneo traje de torero. Como si hubiera amasado la energía ectoplásmica que fue de Jardiel a Coward y la hubiese aderezado con las recurrentes incursiones en lo mágico, hipnosis mediante, de las comedias de Woody Allen, Pablo Berger propone en “Abracadabra” algo que, a primera vista, puede sonar a arbitraria excentricidad, pero que merece reivindicarse como enérgica puesta al día del legado de esa Otra Generación del 27 que propuso que observación costumbrista y vuelo imaginativo no eran necesariamente dos estrategias reñidas. “Abracadabra” tiene algo de elegante comedia sobrenatural británica, pero, al mismo tiempo, no sería más castiza si en ella se escuchasen las psicofonías de un millar de toreros muertos.
En el tercer largometraje de Berger, un modesto número de hipnosis ejecutado, durante una celebración de boda, por un desastrado pariente convierte a un españolísimo marido indeseable en su reverso, ante los perplejos ojos de una castigada esposa de clase media. La película tiene que bregar con el peso de la excelencia de la precedente, impecable “Blancanieves” (2012), pero también refuerza la coherencia de una concisa carrera que no ha dejado de preguntarse sobre los claroscuros de la españolidad desde su fundacional corto “Mama” (1988). En este universo de salones de boda, misterios de barrio, dentistas con misterio, profesionales de la construcción y partidos de fútbol escuchados en plena misa, Berger nunca mira por encima del hombro a sus personajes. Y lo más importante: cada corte de plano, cada encuadre parecen minuciosamente pensados en una película que, bajo su voluntad de juego, elige ser una pertinente historia de emancipación en un infierno cipotudo. Recomendada.
Atómica. (USA, 2017). Dir. David Leitch.
Berlín, año 1989. Era un tiempo de espanto en una ciudad asolada por la división. Pero, en el fondo, si el cine se empeña, también era un tiempo estiloso: lo falsamente nostálgico como símbolo de distinción. El poder de fascinación de una ciudad de hielo pero en realidad en llamas, en un cine distanciado, alejado de la trascendencia y que impone una representación estilizada de la mugre política y moral. Es “Atómica”, película de espías al estilo siglo XXI, una espectacular pompa de jabón sin relleno (o muy poco), basada en la serie de novelas gráficas “La ciudad más fría”, creada por Antony Johnson y Sam Hart, y editada en España por Planeta.
En su primera película como director, lo primero que ha hecho David Leitch, hasta ahora en el departamento de especialistas de múltiples superproducciones, es convertir el helador cómic (dibujo en blanco y negro, sutil y de trazos sencillos) en un estallido de color y sensaciones que, además, viene acompañado de un carismático reparto de intérpretes. Y la novedad quizá esté en que el habitual personaje florero romántico de las películas de espías, con James Bond a la cabeza, siempre mujer, lleve a la película hasta una nueva dimensión: la del lesbianismo expuesto con total naturalidad, al quedar armado frente a una protagonista también mujer, el personaje de Charlize Theron.
Leitch, criado en el oficio de la lucha y la acción, sucumbe al hartazgo de la pelea de artes marciales cada cuarto de hora, pero, a cambio, muestra un sorprendente estilo, sobre todo en un debutante, para filmarlas de un modo extraordinario sin apenas cortes de montaje, culminando en el espléndido plano secuencia de la lucha en las escaleras. Desigual, aunque nunca desdeñable, “Atómica” ofrece aspectos interesantes y al momento se derrumba, como una montaña rusa de sensaciones a favor y en contra difícil de tratar. Frente a un relato cojitranco, con hilo conductor de una entrevista de la que se entra y se sale con demasiada frecuencia, como buena película de espionaje, contiene un mcguffin interesante y bien expuesto. Y frente a una lista de canciones de exquisito gusto y potencia, Leitch las utiliza sin criterio, como si las introdujera para tapar agujeros de talento y elevar instantes sin el fuste necesario.
Como las dobles y hasta triples personalidades de los personajes, disfrazados de lo que no son, la película también ofrece múltiples apariencias. Pero al final domina solamente la fachada. Dentro, el conjunto vacío. No Recomendada.
Cezanne y yo. (Francia, 2015). Dir. Danièle Thompson.
Paul Cézanne era una anomalía de objetividad dentro de la subjetividad del impresionismo. Mientras sus compañeros de generación, con los que solía andar a la gresca, optaron por la impresión de la obra única, él aspiraba a la ausencia de mediación, a la eternidad del objeto. Émile Zola, observador y experimentador, era el capitán del naturalismo, y concebía que "las únicas obras grandes y morales son las obras de la verdad". Cada uno en una vertiente artística, venían a decir lo mismo. Quizá porque eran grandes amigos, quizá porque habían crecido juntos, vivido lo mismo, amado lo mismo, incluida una mujer: Alexandrine Gabrielle Meley, modelo del pintor, esposa del escritor. Hasta que un libro los separó.
La película francesa “Cézanne y yo” se adentra en esa amistad, poderosa, volcánica y sincera, desde su encuentro apenas siendo unos críos de batalla colegial en el recreo, hasta (casi) su muerte. Una obra que, a pesar de la esencia de ambos artistas, apenas raya la superficie de su genio, de sus pasionales existencias, más por un problema de forma que de fondo. A la película de Danièle Thompson le sobran academicismo y limpieza, y le faltan valentía, crueldad, tremendismo. Los de sus personajes protagonistas. Es una película curiosa porque presenta aspectos puede que desconocidos de dos genios siempre interesantes. Pero apenas roza. Nunca duele.
"Ya no lees mis libros, los juzgas", dice Zola a Cézanne cuando éste se ve a sí mismo en el fracasado pintor Paul Lantier, el ambiguo personaje protagonista de “La obra” (1886). Los escritores, demasiadas veces, vampiros de las vidas que los rodean. "La literatura no es la verdad. Una novela no es verdad", se defiende Zola, contradiciendo en cierto sentido sus postulados básicos. Thompson, de carrera desigual como directora, aunque con una película formidable como coguionista, “La reina Margot” (Patrice Chéreau, 1994), apunta asuntos interesantes en los textos, con la presencia de las citas reales de ambos en su relación epistolar, expuestas con voces en off, pero la crudeza queda siempre en la superficie: el egoísmo autodestructivo de Cézanne, las dudas de Zola en su última etapa sobre su capacidad para recuperar la inspiración.
Con una banda sonora de Éric Neveux que marca demasiado el tono meloso, cuando estamos ante una película esencialmente dolorosa, y unos espantosos interludios entre secuencias subrayando el paso del tiempo, “Cézanne y yo” tiene, sin embargo, a dos excelentes intérpretes, Guillaume Gallienne y Guillaume Canet, estos sí, capaces de penetrar con energía en la rabiosa existencia de dos amigos que desfilaron por la fina línea que separa la victoria de la derrota. En la vida y en el arte. No Recomendada.
La seducción. (USA, 2017). Dir. Sofia Coppola.
Ganadora en el Festival de Cannes 2017 del premio a la Mejor Dirección (Sofia Coppola).
Tras su proyección en el pasado Festival de Cannes, donde los críticos pudieron sacar sus primeras impresiones, se vio claramente que la primera de ellas es que de la novela de Thomas Cullinan no podían hacer una versión parecida Don Siegel y Clint Eastwood, durísima, terrorífica y macha, y Sofia Coppola y su elenco de féminas comandado por una imperial Nicole Kidman, que también es durísima, pero ataviada con un gusto cinematográfico extremo y una perversión oscilante entre lo femenino y lo masculino.
La directora de “Las vírgenes suicidas”, de “María Antonieta”, “Somewhere” y “Lost in traslation” aboga desde el arranque por un relato entre el cuento gótico, el de hadas y el psicológico, de tal modo que la historia en sí, la de un soldado yanqui herido y camuflado en una residencia de señoritas del Sur se convierte, más que en una historia de terror calculado, en un estudio del comportamiento humano, y especialmente desde una perspectiva de la mujer. Ya en el título se ve la alteración: desde «El seductor», que era lógicamente Eastwood, a «La seducción», o sea el arte y la maquinación que en esta mirada de Coppola está tanto o más en los roles de ellas que en el del hombre, un Colin Farrell incapaz de encarnar por sí solo el control o las riendas de la empresa seductora.
No es un problema de interpretación, pues Farrell le introduce a su personaje las “debilidades” que busca Coppola, sino que la mayor complejidad la asumen los que interpretan Nicole Kidman, una primorosa Kirsten Dunst y una esquinada y potente Elle Fanning.
Ahora no es exactamente la historia de un soldado que atisba la posibilidad de cambiar su estado de víctima en el de depredador, sino exactamente sus antípodas, la de unas mujeres que ven la posibilidad de alterar su jaula dorada en un espacio abierto a la “libertad”… En el fondo, tal vez consiga Coppola lo contrario de lo que pretende y apresa al hombre entre los barrotes y la capacidad de maquinación femenina (le aplica una sutil lija al comportamiento, la solidaridad, la ética y la frondosidad del deseo de la mujer).
Aunque con independencia del poso masculino-femenino que quede en el relato, la película de Coppola es un prodigio de sutileza, de visualidad y de lírica bélica que a los ojos, pongamos del Eastwood en esencia, no le produzca más que un salivazo de tabaco mascado. Pero tiene mucho mérito. Recomendada.
Ana, mon amour. (Rumania, 2017). Dir. Calin Peter Netzer.
Ganadora en el Festival de Berlín 2017 del Premio a Mejor contribución artística (Dana Bunescu).
Cuando cineastas como Lars Von Trier o Gaspar Noé han jugado a insertar en sus películas lo que, en términos legales, se considera una imagen pornográfica, su gesto dejaba bastante claro que el móvil era esencialmente provocador y buscaba poner en cuestión los vigentes límites de la representación. En “Ana, mon amour”, cuarto largometraje del rumano Cãlin Peter Netzer, la pareja protagonista hace el amor y la cámara no titubea en registrar un tipo de imagen que, de nuevo en términos legales, habría que clasificar como pornográfica. Todo sucede con tal naturalidad, se ajusta de manera tan orgánica a una situación que es esencialmente tan vitalista y luminosa, que se tarda algunos segundos en reaccionar, en darse cuenta de lo que se había visto. La decisión de mostrar una eyaculación sin trampa, ni cartón no obedece a ningún afán provocador: en Netzer las claves de representación no parecen estar al servicio de otra cosa que de una verdad orgánica, que convierte esta disección de los claroscuros de una problemática relación amorosa en una directa negociación con jirones de pura vida.
Si en su anterior “Madre e hijo” (2013), ganadora del Oso de Oro en el festival de Berlín, el director proponía el seguimiento del viacrucis de una madre, protectora aunque escasamente modélica, en el intento de fijar la inocencia de un hijo culpable, aquí su estrategia narrativa coloca al espectador frente a las ruinas y recuerdos, servidos sin orden cronológico, de la historia de amor entre el, en principio, protector y sereno Toma y la frágil Ana, asaltada por periódicos ataques de pánico y condicionada por una turbia carga familiar. La confesión de Toma ante un sacerdote y sus conversaciones con un psicoanalista son los asideros para la reconstrucción de una cronología que acaba presentando la estructura profunda de toda relación amorosa como un juego de interdependencias que en raras ocasiones alcanza su equilibrio. Basada en la novela Luminita, mon amour de Cezar Paul-Badescu, la película, con sus tensos encuentros familiares y el desplazamiento de fragilidades que experimentan sus protagonistas, golpea duro, pero ninguna de las magulladuras que deja es gratuita. Recomendada.
Una cita en el parque. (Reno Unido, 2017). Dir. Joel Hopkins.
Si hay un subgénero cinematográfico que en los últimos tiempos haya visto elevada exponencialmente su presencia en las salas españolas ése es el de las comedias dramáticas otoñales de trasfondo romántico. Películas destinadas, en principio, al público femenino (por desgracia, no se ven pandillas de jubilados haciendo cola en los cines, y sí de mujeres) y que, con acierto o yerro, se asientan en relatos con los que ese espectador objetivo pueda identificarse: de corte sentimental, leve crítica social, apuntes de autoayuda de género y escenarios con los que soñar. Unos requisitos que cumple con cierta dignidad la película británica “Una cita en el parque”, ambientada en una bellísima Londres, y dirigida por el experto en la materia Joel Hopkins, autor de “Nunca es tarde para enamorarse” (2008).
El matonismo inmobiliario, la convivencia vecinal, la necesidad de encontrar una distracción apasionada y personal a una edad en la que cada minuto cae como una losa si el tedio gana la batalla, la relativa importancia del dinero, y el calmoso enfoque de una existencia en la que quizá hubo tiempos mejores, pero en la que con seguridad hubo tiempos peores, son los subtextos que se van apuntando en el guion de Robert Festinger, fundamentalmente cómico pero con ramalazos dramáticos.
Sin embargo, el tratamiento de Festinger prefiere la pluma al aguijón: dirige sus más aceradas punzadas críticas contra el mundo exterior que envuelve a la pareja protagonista, los formidables Diane Keaton y Brendan Gleeson, sobre todo contra una burguesía malvada y quejumbrosa pese a su privilegiada situación, pero nunca incide en los aspectos más personales, sobrevolando los temas más peligrosos para sus presumibles espectadores, y sin entrar demasiado en sus recovecos más complejos. De hecho, se le escapa vivo uno de los subtextos más interesantes de la función: la reflexión sobre ciertas mujeres que parecen vivir la vida de sus maridos, y no la propia, con exquisito gozo exterior.
Consciente de que el aspecto artístico que más calidad posee en la producción es el interpretativo, Hopkins se aplica en filmar el trabajo de Keaton y Gleeson con reverencial respeto académico, pero, a cambio, es el principal responsable de haber dado vía libre a una espantosa banda sonora de Stephen Warbeck, con apenas un tema de piano que se reitera hasta la extenuación y se pega como el algodón dulce que, en muchos aspectos, la película no llega a ser. No Recomendada.
Verónica. (España, 2017). Dir. Paco Plaza.
La última película de Paco Plaza, cineasta que ha hecho diversas probaturas en el fantástico (de 'Romasanta, la caza de la bestia' a los tres primeros '[.REC]', de un episodio de 'Películas para no dormir' a otro de 'El ministerio del tiempo'), está basada en el único caso real en el que un policía español redactó en su informe que había asistido a fenómenos paranormales. Los hechos ocurrieron en Vallecas, Madrid, a principios de los años 90, y tuvieron como protagonista a una adolescente y una sesión con ouija incluida.
Que esté inspirada en un caso documentado, del que además se nos informa que el comisario encargado de las investigaciones acabó pidiendo un traslado, no quiere decir que sea más o menos realista que otros filmes de terror con fenómenos sobrenaturales. Plaza toma ese caso concreto, pero junto a su guionista lo libera de los matices estrictos de la realidad para convertirlo en una pesadilla libre y en progresión, acorde con los elementos característicos del género. Creer o no creer en lo que pasó y ahora recrean las imágenes cinematográficas ya es cuestión de cada uno.
Las cosas van convenientemente lentas en esta película con sobresaltos pero sin sustos gratuitos ni parafernalia terrorífica extrema, que además reconstruye muy bien aquella vida de barrio con familias numerosas de clase obrera y banda sonora de Héroes del Silencio. Es más un relato de atmósfera, como una mecha de inquietud que prende poco a poco: sombras vislumbradas de una ventana a otra de la casa en la que vive la adolescente con sus hermanos pequeños, un reflejo en el espejo, un niño que surge de donde no debería estar, siluetas diabólicas que parecen deslizarse entre el cemento de las paredes, una monja ciega que se refugia en un desván y sueños horribles e intensos que al despertar no se desvanecen. Recomendada (con reservas).
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