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domingo, 4 de junio de 2023

Mitomanía... Helmut Berger

 

Helmut Berger saltó a la fama a inicios de los setenta de la mano del director italiano Luchino Visconti, del que fue protegido y amante, convirtiéndose rápidamente en todo un mito erótico de los setenta e icono de una época libertaria y experimental. Bautizado por la prensa como «el hombre más bello del mundo», los excesos de su agitada y descontrolada vida personal acabarían eclipsando una carrera cinematográfica que se iba desmoronando lentamente tras la desaparición de su mentor, aunque, a pesar de tanto desenfreno y un manifiesto desprecio por su labor en las pantallas, Berger nos ha dejado una larga serie de trabajos sobre los que quizá sea el momento de poner un poco de luz.

 

Helmut Steinberger nació en Salzburgo en 1944, hijo de una acomodada familia dedicada a la hostelería. Su escaso interés en el negocio de sus padres y la durísima educación recibida en un colegio de maristas en Friburgo le hace tomar la decisión de escaparse a Londres con tan solo 18 años, donde sobrevive alternando trabajos ocasionales, entre otras cosas como modelo fotográfico. Al mismo tiempo comienza a tomar clases de interpretación, afición que continuará tras instalarse en Italia poco después, frecuentando los cursos de teatro de la Universidad de Perugia. Es en esta ciudad donde se produce su primer encuentro con Visconti en 1964, cuando el joven Helmut visita el rodaje de Sandra (Vaghe stelle dell’orsa, 1964) que el aristocrático director milanés rodaba con Claudia Cardinale y Jean Sorel. Fascinado por la belleza andrógina del austriaco lo incorpora a su círculo íntimo, se convierte en su mentor y amante, e intenta en un primer momento montar una adaptación de la novela de Robert Musil “El joven Torless” para su lucimiento, aunque este proyecto acabaría finalmente en manos del alemán Volker Schlondorff, quien escoge a un primerizo Mathieu Carrière para el personaje titular. Visconti decide entonces cambiar de estrategia y preparar el lanzamiento de su protegido de manera progresiva, enseñándole las bases del oficio y propiciando su debut en el cine con un pequeño papel de sirviente en su episodio “La bruja quemada viva” para el film coral Las brujas (Le streghe, 1967), espectacular vehículo para la fascinante Silvana Mangano.

 



Tras este discreto debut y tomando definitivamente el seudónimo de Helmut Berger, rueda un par de películas intrascendentes que le sirven para ir cogiendo tablas mientras Visconti prepara el film que supondrá su lanzamiento definitivo, La caída de los dioses (La caduta degli dei, 1969). Sin duda una de las mejores películas del realizador italiano, este fresco ambientado en los albores de la Segunda Guerra Mundial narra la decadencia y destrucción de los Von Essenbeck, con Berger interpretando al joven vástago Martin que actuará como catalizador de la desintegración definitiva de su familia. Su primera aparición en el film se produce con una espectacular secuencia en la que aparece travestido de Marlene Dietrich interpretando un sugestivo número de cabaret. La propia diva germana felicitaría personalmente al joven actor por su imitación tan bien lograda. El éxito internacional de la película confirma el estatus de Visconti como uno de los mejores realizadores del viejo continente, lanza la carrera de Berger en modo sensacional y propicia futuros proyectos del binomio actor-director bajo el sello del prestigio y la controversia.

 

Convertido de la noche a la mañana en un sex symbol andrógino y provocativo, en consonancia con la turbulenta y alocada década de los setenta, no tardan en solicitarlo para interpretar papeles escabrosos y decadentes, y el primero de ellos será uno que parece escrito a su medida. En El retrato de Dorian Gray (Il dio chiamato Dorian, 1970) Massimo Dallamano lo requiere para encarnar el icónico personaje creado por Oscar Wilde. No estamos evidentemente ante ninguna obra maestra, sobre todo si la comparamos con el relato original en que se basa, aunque tampoco se trata de una película tan infame como las críticas asesinas han repetido hasta la saciedad. Ciertamente el regusto kitsch de la operación orquestada por Harry Allan Powers es omnipresente, pero Berger resulta el actor ideal para semejante producto y, además, está rodeado de un reparto muy aparente: Margaret Lee, Maria Rohm, Eleonora Rossi Drago y Richard Todd se dan de codazos mientras van cayendo bajo la seducción imparable de un Gray que permanece eternamente joven e irresistible. En la vida real de Berger todo parece reflejar la historia de Dorian Gray por unos instantes, aunque su realidad acabará más bien convirtiéndose con los años en el retrato, que envejece de manera vil e implacable.

 




Tras esta adaptación, Berger prosigue su carrera con varios papeles igualmente decadentes y morbosos, empezando con un estupendo giallo dirigido por Tonino Valerii, Una mariposa con las alas ensangrentadas (Una farfalla con le ali insanguinate, 1970), y siguiendo con dos producciones de Sergio Gobbi: El bello monstruo (Un beau monstre, 1970), en la que atormenta y da mala vida a una bellísima Virna Lisi, y Corrompido y deseado (Les voraces, 1971) donde baja un poco el pistón tratando de seducir a una sofisticada Françoise Fabian. El actor se mostró siempre extremadamente crítico con estos trabajos alimenticios (que no dudaba en calificar directamente de basura en algunas entrevistas de la época), probablemente influenciado por la exigente mirada de su protector Visconti, que le instaba sin descanso a ser más selectivo con sus películas.

 

No cayeron totalmente en saco roto dichos consejos, y entre tanta Serie B el actor austriaco encontraba de vez en cuando alguna obra de prestigio que mantenía a flote una carrera que aún necesitaba de una confirmación definitiva. La primera gran película que Berger protagoniza dejando al margen sus trabajos para Visconti es, sin lugar a dudas, El jardín de los Finzi Contini (Il giardino dei Finzi Contini, 1970) que rueda bajo las órdenes de un crepuscular Vittorio de Sica junto a los maravillosos Dominique Sanda y Lino Capolicchio y que se llevaría el Oscar a la mejor película extranjera. Muchísimo menos conocida, pero no por ello exenta de interés, resulta La colonna infame, dirigida en 1972 por el poeta, documentalista y cineasta Nelo Risi y donde se codea con Lucía Bosé y nuestro Paco Rabal.

 



La consagración definitiva del actor llegaría el año siguiente de la mano de Visconti en una biopic fastuosa, grandiosa y con el soplo de una ópera wagneriana: Luis II de Baviera, el rey loco (Ludwig, 1973). Para este proyecto desmesuradamente ambicioso el director milanés no repara en medios, exigiendo de su protegido una preparación exhaustiva durante seis meses antes de iniciar el rodaje, que se desarrollará igualmente durante medio año completo. Las expectativas ante semejante obra, en la que además reaparecía Romy Schneider incorporando una versión adulta y realista del personaje de Sissi que la había llevado a la fama tres lustros atrás, eran enormes. Los cuchillos estaban afilados y preparados para desmenuzar al advenedizo Berger, pero a todo el mundo no le quedó más remedio que cerrar la boca ante una prestación inmejorable, sutil, misteriosa y medida con todo detalle bajo la atenta mirada del maestro milanés, en la que quedará para la historia del cine como su mejor interpretación.

 

Tras este aldabonazo, el cine europeo siguió solicitando a Berger para proyectos de prestigio, o al menos de cierto empaque, como por ejemplo Miércoles de ceniza (Ash Wednesday, 1973 de Larry Peerce), donde seducía a una desesperada Elizabeth Taylor entre las montañas nevadas de Cortina d’Ampezzo en un (de nuevo decadente) papel de gigoló, o la enésima adaptación del clásico teatral La ronda de Arthur Schnitzler efectuada por el alemán Otto Schenck (Reigen, 1973) y en la que se sueltan la melena un plantel de bellezas encabezado por Senta Berger, Maria Schneider y Sydne Rome.

 



Por esta época la vida personal del austriaco ya empieza a hacer las delicias de la prensa internacional. Bisexual notorio y declarado, asiduo empedernido de la jet-set y de los círculos más exclusivos, encadena fiestas, orgías, alcohol, drogas, desenfreno y múltiples relaciones con personajes del mundillo artístico, en una lista interminable de conquistas entre ambos sexos a lo largo y ancho del viejo continente. De entre tanto glamour y exceso, probablemente la relación más seria fue la que mantuvo con la actriz y supermodelo Marisa Berenson, con la que estuvo a punto de casarse, aunque la cosa no acabase de llegar a buen puerto a pesar de lo enamorados que estuvieron el uno del otro. Para sofocar su disgusto llegaría a su lado otra Marisa, la también austriaca e igualmente andrógina Marisa Mell, que se iba a convertir a partir de ese momento en compañera infatigable de mil y un desvaríos y desmadres.

 

Parecía estar siempre Visconti al rescate de un cada vez más desenfrenado e incorregible Berger, quien según las palabras del propio actor trataba cada vez peor a su mentor, con desplantes, escándalos y borracheras en público y en privado, probablemente debido entre otras cosas al enorme desfase generacional entre ambos. Su último trabajo conjunto llega en 1974 con una película de marcado carácter autobiográfico, Confidencias (Gruppo di famiglia in un interno) en el que un estupendo Burt Lancaster incorpora un personaje inspirado por el director italiano mientras que Berger parece interpretarse a sí mismo en un enésimo rol de gigoló alcoholizado y mantenido por la siempre divina Silvana Mangano.

 



Encadena el año siguiente otra excelente película dirigida por Joseph Losey, La inglesa romántica (The Romantic English Woman, 1975), donde da la réplica a una estupenda Glenda Jackson en el papel de (¡cómo no!) un irresistible seductor. A estas alturas, y al margen de la calidad indiscutible de la película, Berger está convirtiéndose peligrosamente en una caricatura de sí mismo, aunque a él parece no importarle lo más mínimo. El cine sigue llamando a su puerta para financiar su atolondrado tren de vida, aunque a partir de ahora las obras de calidad serán cada vez más y más escasas. La llegada en su filmografía de la excesiva Salon Kitty (Salon Kitty, 1976) de Tinto Brass parece abrirle de par en par las puertas del cine más descaradamente explotativo, comercial y sensacionalista, a años luz de la exquisitez e inteligencia del maestro Visconti. El fallecimiento de su mentor ese mismo año deja a nuestro divo totalmente desamparado, como bien se preocupó de demostrar durante el multitudinario funeral en el que no vaciló al ejecutar una histérica y escandalosa escena de celos al constatar la presencia de Alain Delon, su predecesor en los favores del director milanés, gritando enfurecido que «la viuda era él y nadie más».

 

Todo parece ir cuesta abajo a partir de este momento para Berger, quien tras una tentativa malograda de suicidio en 1977 se abandona cada vez con más desenfreno a interminables noches libertinas salpicadas de alcohol, escándalos, drogas y sexo, descuidando al máximo su carrera que se hunde en el terreno de la serie B y los subproductos alimenticios como El clan de los inmorales (José G. Maesso, 1975), Los jóvenes leones (Il grande attaco, Umberto Lenzi, 1978) o Ferocidad (La belva col mitra, Sergio Grieco, 1977), alucinante festival de violencia no carente de interés en el que nuestro actor acomete una enloquecida interpretación como un psicópata imparable que arrastra en su camino hacia la destrucción a una despistada (y despelotada) Marisa Mell. Ambos se abandonan al victimismo en varias sesiones fotográficas de alto voltaje que sirvieron para promocionar la película y que inundaron la prensa de la época, consolándose mutuamente por sus recientes desaventuras personales.

 



Entre tanto descontrol y desfase surge de vez en cuando alguna interesante película como Túnel (Eroina, 1980) en la que su director, Massimo Pirri, presenta una descarnada, veraz y sorprendente bajada a los infiernos de una pareja de heroinómanos protagonizada por el actor y Corinne Clery. Esta obra de tintes autobiográficos inspirada en la vida de Pirri junto a la actriz Paola Montenero gana enteros gracias a la banda sonora compuesta e interpretada por el grupo rock The Pretenders. Otro trabajo rescatable de este periodo es el remake televisivo en cuatro episodios del mítico Fantomas acometida por el prestigioso Claude Chabrol ese mismo año y para el que Berger interpreta con sorprendente brío al personaje titular. Totalmente olvidable resulta en cambio Mujeres (Femmes, Tanya Kaleya, 1982), un almibarado y soporífero film erótico al hilo de los que por aquella época puso de moda David Hamilton, cuyo esteticismo de revista para adultos puede resultar insoportable hoy en día, y en el que junto a la sublime Alexandra Stewart descubrimos a una juvenil starlette española hoy día olvidada, Eva Cobo, quien se vanagloriaba en aquel momento de haber abofeteado a Berger por su descaro.

 

Es por esta época precisamente cuando Berger recala en España, a donde llega para incorporar el papel principal del interminable fresco histórico ¡Victoria! (1982-1984) dirigido por Antoni Ribas en Barcelona a lo largo de dos años de costosísimo y accidentado rodaje, y presentado en tres largometrajes que muy poca gente se tomó el interés de descubrir en las salas de cine. Para matar el tiempo en los descansos del rodaje, Berger se entretuvo tratando de conquistar a su compañera de reparto, una por aquel entonces morena y primeriza Norma Duval, e invitando a su inseparable Marisa Mell para desvariar en las noches barcelonesas del fin de semana.

 



Volvería a trabajar Berger para otro español, aunque en este caso sobre suelo parisino y en una obra mucho más disfrutable. Hablamos nada más y nada menos que de Jess Franco y su referencial Los depredadores de la noche (Les prédateurs de la nuit, 1988), en la que incorpora a un cirujano desquiciado intentando recuperar la belleza para el rostro de su hija desfigurada gracias a sangrientos trasplantes de los jóvenes rostros de otras desventuradas doncellas, ayudado para tal menester por la glacial belleza de Brigitte Lahaie. Antes de ponerse bajo las órdenes del tío Jess nuestro divo austriaco ya se había embarcado hacia la soleada California para incorporarse al rodaje de la, por aquel entonces, archipopular teleserie Dinastía (Dynasty, 1981-89). Y, ¿a qué no adivináis qué personaje interpretaba? ¡Bingo! Un decadente vividor de la jet-set adicto al buen champagne y a las mujeres millonarias. Tras nueve episodios en los que el actor deambula en piloto automático, los productores le dan las gracias y le ponen en un avión de vuelta a Europa, escandalizados por su decadente estilo de vida que imitaba al de su personaje. ¿O bien es al revés? Poco importa. En cualquier caso, y con una ironía desarmante, el actor reconocía poco después que «lloraba en su limusina cada vez que iba al rodaje pero se reía cuando iba de camino al banco a recoger su cheque».

 

Algunos años más tarde, y contra todo pronóstico, llegaría una de sus películas más prestigiosas, El padrino III (The Godfather: Part III, 1990), donde se pone bajo las órdenes de Francis Ford Coppola en un pequeño pero vistoso rol de banquero del Vaticano, donde demuestra que sabe ser un buen actor entre las manos adecuadas. Este papel y la llegada de los noventa parecen dar un nuevo ímpetu su carrera, con papeles en películas más ambiciosas que hacen buen uso de su ya muy desmejorado aspecto, cada vez más decrépito y donde todo rastro de seducción y sex-appeal van desapareciendo a gran velocidad. De esta manera retoma el papel de Luis de Baviera en 1993 para Ludwig 1881 dirigido por Donatello y Fosco Dubini en una prestación impactante por su patente decadencia física. También se pone a las órdenes del interesante director marroquí Souheil Ben Barka para L’ombre du pharaon en 1996 donde se reencuentra con su amiga Florinda Bolkan, e incorpora a un avejentado Yves St Laurent para la inspirada biopic sobre el diseñador de moda realizado por Bertrand Bonello en 2014 titulado simplemente St Laurent.

 



Cada vez más decrépito y patético, Berger tiene que hacer frente a sucesivas humillaciones y desventuras, como el incendio que asedia su residencia en Roma mientras estaba borracho destruyendo varios cuadros de Miró y Dalí así como todos los recuerdos de su vida pasada con Visconti, su precaria situación económica una vez dilapidada su fortuna dependiendo de una muy modesta pensión, y su participación en la versión alemana del reality show Supervivientes que, además, se vio obligado a abandonar debido a sus problemas de salud. Se casó en 1994 con Francesca Guidato, una desconocida actriz de la que se divorciaría cinco años después bajo las acusaciones de bigamia, maltratos y un estilo de vida muy decadente. Volvería a reincidir con otro fugaz matrimonio de tres escasos meses con un tal Florian Wess, concursante de reality shows treinta y cinco años más joven que él, en lo que pareció ser una mera operación publicitaria.

 

Aunque el actor había ya escrito una primera autobiografía en 1998, acuciado por sus deudas volvió a la carga en 2014 con otro libro de confidencias en el que se explayaba sin mesura sobre todo tipo de detalles de su vida privada. Si bien no tuvo reparos en disparar los nombres de sus más notables conquistas amorosas femeninas, sospechamos que silenciaba muchas de las masculinas, teniendo en cuenta su notoria y asumida condición de bisexual irresistible. En cualquier caso, los curiosos tienen aquí una de esas jugosas y chismosas biografías que, sin embargo, no tuvo el éxito de ventas esperado. Los tiempos cambian y probablemente el nombre de Berger no significaba ya nada para las nuevas generaciones. El último escándalo llega en 2015 durante el Festival de Venecia cuando se presenta el documental Helmut Berger, actor dirigido por Andreas Horvath. El público boquiabierto descubre al antiguo sex-symbol viviendo en el destartalado apartamento de su madre, rodeado de medicinas, botellas de vodka vacías y totalmente alucinado, perdido entre sus recuerdos, inesperados ataques de ira, y blasfemias escupidas a diestro y siniestro. Entre tanta decadencia hay también algún que otro reconocimiento a su carrera, como el Teddy Award que se le concede durante la celebración de la Berlinale de 2007.

 




Para su última película en 2019 vuelve a ponerse a las órdenes de un español, el controvertido Albert Serra en Liberté, trabajo que tiene su origen en la obra de teatro del mismo título que Serra había montado anteriormente en Berlín y que se presentó en la sección “Un certain regard” del Festival de Cannes de ese mismo año. Es en ese momento que el actor austriaco decide anunciar su retiro definitivo, incapaz ya de asumir las condiciones de un rodaje cinematográfico profesional.

 

El agente de Helmut Berger anunció el fallecimiento de su cliente el pasado 18 de mayo de 2023 a las 4 de la mañana con las siguientes palabras: «Ha disfrutado a tope durante toda su vida, convirtiéndola en una auténtica dolce vita», como si fuese el final de cualquiera de sus muchas juergas terminadas al alba. Y probablemente lo fue. Queda también para el recuerdo de los cinéfilos la figura de un icono transgresivo, precursor en vehicular la imagen de una sexualidad fluida y desprejuiciada en una época de machos alfa y féminas delicadas, aunque probablemente su potencial de actor quedase tempranamente sepultado por la losa de Visconti en el momento de su muerte.




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