Páginas

martes, 5 de julio de 2011

El musical soviético de los años treinta. "El circo" (Tsirk, 1936) de Grigori Alexandrov.


La llegada del cine sonoro a la URSS se demoró unos cuantos años debido, entre otras razones, a que el Estado trabajó en el desarrollo de un sistema propio que le evitara la dependencia de la tecnología extranjera.  Hay que esperar hasta el año 1931 para que se estrene El camino de la vida, de Nikolai Ekk, la primera película soviética en la que se emplea extensamente el diálogo y la música, aunque existieron ensayos previos tanto en el campo del documental (Entusiasmo. Sinfonía del Donbass –1930–, de Dziga Vertov) como en el de la ficción (Odna –1931–, de Kozintsev-Trauberg y música de Dimitri Shostakovich).

Al igual que Chaplin, los grandes creadores soviéticos se mostraron reacios al principio a la incorporación del sonido.  En 1928 Pudovkin, Eisenstein y Alexandrov firmaron el Manifiesto del contrapunto orquestal, en el que defendían su concepción artística basada, como es bien sabido, en la técnica del montaje; el sonido, en todo caso, debía usarse creativamente, de modo antinaturalista y “asincrónico”.  Ni qué decir tiene que los hechos terminaron por imponerse y que el cine silente tuvo sus días contados en la Unión Soviética como en el resto del mundo.  El propio Pudovkin estrena en 1933 El desertor, con sonido sincrónico, y Eisenstein filma años después dos obras maestras del sonoro: Alexander Nevsky (1938) y las dos partes de Iván el Terrible (1944 y 1958), ambas con música de Sergei Prokofiev.  Pero mucho más sorprendente es el caso de Grigori Alexandrov, el colaborador inseparable de Eisenstein, que en pocos años se convierte en el máximo exponente de uno de los géneros más exitosos de los años treinta: la comedia musical.

Cartel original de "El circo" de Alexandrov



Es curioso comprobar cómo las convenciones del musical norteamericano se adaptaron como un guante a las exigencias del “realismo socialista”, la estética vigente con Stalin desde 1934: conservadurismo formal frente a los experimentos de la década anterior, didactismo maniqueo –obreros, ingenieros y agricultores tan ingenuos como heroicos triunfan sobre los “kulaks” (los propietarios rurales) o los conspiradores capitalistas– y, sobre todo, fidelidad a la gran consigna de los nuevos tiempos, esto es, un cine “accesible a las masas”.  Solo se trata de cambiar los contenidos manteniendo inalterado el esquema básico del género. El atractivo y la simplicidad argumental de la comedia musical se ponen al servicio del régimen soviético con la apología de las colectivizaciones y del progreso tecnológico y –cada vez más– con un descarado culto a la personalidad del dictador. 

Son dos en especial los directores más destacados del género: el ya citado Grigori Alexandrov y el especialista en el musical de ambiente rural (el llamado “musical de koljós”) Iván Pyriev (El acordeón –1934–, La novia rica –1937–, Los tractoristas –1939–).  Pero los musicales más célebres de estos años son en especial los de Alexandrov: Volga-Volga (1938), El sendero luminoso (1940) y el más importante de todos, El circo (“Tsirk”, 1936).  Su argumento es muy representativo de los rasgos del musical soviético.  La película comienza abruptamente en los Estados Unidos con la persecución de una joven, Marion Dixon –interpretada por la “estrella” Lyubov Orlova, la mujer del director– por parte de una turba racista que no le perdona que haya tenido un hijo mulato.  La secuencia no tiene desperdicio: la fugitiva consigue refugiarse en un tren en marcha en el que se topa con un tipo sospechosamente parecido a Hitler que se dirige a ella en alemán.  El giro de un globo terráqueo nos lleva, en una elipsis descomunal, hasta la Unión Soviética, que aparece en el mapa con sus siglas CCCP; allí nos topamos con la carpa de un circo cuyo director, Von Kneischitz, no es otro que el inquietante teutón del tren.




Marion entra a formar parte de la compañía circense y el tal Von Kneischitz no deja de explotarla sin piedad, y eso a pesar de la brillantez de un número diseñado por el joven ingeniero soviético Iván Martynov, del que la joven termina enamorándose.  Cuando, después de muchas peripecias, el tiránico director la expone a la vergüenza de mostrarla en público con su hijo mulato, el público ruso, cariñoso y tolerante, la acoge con una canción de cuna cantada en varias de las lenguas que tienen su hogar en la “plurinacional” y “multiétnica” URSS (ruso, ucraniano, georgiano e incluso yiddish).  Os dejo con la secuencia final, la de la canción de cuna, que culmina con una experiencia cuasi mística: la joven, transfigurada en rubia –¡ojo al cambio del color del pelo!– y uniformada de blanco, desfila feliz como una más entre la multitud bajo la efigie de Stalin y con el telón de fondo de la nueva capital soviética.  La secuencia no está doblada ni tiene subtítulos, pero creo que se entiende todo.




Fuente: Birgit Beumers, A History of Russian Cinema, Berg, Oxford-New York, 2009.

No hay comentarios:

Publicar un comentario