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jueves, 21 de diciembre de 2023

Festivales de cine. El cine. La vida

 


Pilar Lebeña Manzanal

Se dice, se cuenta, se rumorea que hace más de 2000 años una ardilla podía cruzar la Península Ibérica de rama en rama, de roble en roble y de encina en encina sin que su cola atisbara polvo del camino. De norte a sur. De este a oeste. De izquierda a derecha. De derecha a izquierda. En diagonal. Sin pisar el suelo. Aparentemente una ardilla cualquiera, que a la leyenda ninguna falta le hizo una especialmente lumbrera ni poner el foco en la audacia y condiciones atléticas envidiables que el gracioso roedor posee, sino en la cantidad de foresta existente. Qué cosas, ¿no les parece?

Pero no se me vayan a venir abajo que hoy se puede hacer exactito lo mismo trolley en ristre repiqueteando sus ruedas por las aceras de España de festival de cine en festival de cine sin despeinarse… Los que tengan pelo, claro. De la Seminci de Valladolid al de Málaga. Del de San Sebastián al de Sevilla, sin olvidar el de Valencia y pasando por el de Sitges. Pero también el de Gijón, desvío a Tui y de ahí al de Tarifa. Del de Lleida a Tenerife, pasando por el de Madrid o Menorca. Del de Santander al de Huelva. Del de Cáceres a Boltaña, desviándonos al de Las Palmas de Gran Canaria, al de Ávila o al de Benidorm. O enfilar al de Vigo y de ahí al que se celebra en Elche. A gusto del consumidor o consumidora. ¿Será problema el cómo planificarlo o por dónde empezar primero?

Y es que, ¿saben ustedes cuántos festivales de cine se celebran en este país anualmente? Casi 60. De todo tipo y colores, temáticas y empaque donde poder empaparse de diversidad. Desde cine europeo como exhibe el de Sevilla hasta de derechos humanos como el de Barcelona que lleva a la pantalla la emergencia climática, la libertad de expresión, la pobreza o el acoso escolar.

Necesarios todos ellos.

Certámenes cinematográficos de categoría A como el de San Sebastián, inaugurado en 1953 y a donde acude lo más granado de la industria nacional e internacional, a otros más humildes o de reciente creación. Festivales donde se presentan largometrajes, cortos, cine documental, de terror, de animación, cine fantástico, de mujeres. También cine independiente, iberoamericano, de autor, cine africano, de música de cine…

Festivales de cine todos ellos que sirven de plataforma y trampolín para que la industria cinematográfica muestre su trabajo, comparta con colegas y público, promocione y distribuya las películas, además de ser foros de debate entre cineastas y público en medio de una fiesta. La gran fiesta del cine donde el público se reúne a consumir cine.


Festivales de cine a los que hay que apoyar, mimar y proyectar porque son cultura. Arte fundamental en nuestro ocio que nos hace reír, llorar, reflexionar, madurar, enriquecer el pensamiento, cuestionarnos y cuestionar. Acongojarnos unas veces con vidas ajenas en las que atisbamos pinceladas de las nuestras para aliviarnos otras con historias en las que no nos reconocemos. Olvidar el mundo por un rato sin salir de él. Nunca indiferentes. Viajar sin salir de una sala oscura que enriquece el intelecto y el alma mientras la vida nos regala y nos impone. Nos quita y nos devuelve. Caprichosa, pasa por encima nuestro no siempre pidiendo permiso previamente. Lugares de encuentro que enriquecen la mochila del espectador. Y es que el cine es ante todo mirada. Mirada que remueve conciencias.

Presentada en competición en el festival de cine de Venecia donde su protagonista, Seydu Sarr, gana el Premio Marcello Mastroianni al mejor actor emergente y Matteo Garrone el León de Plata a la mejor dirección. Exhibida posteriormente en diferentes festivales, entre ellos el de San Sebastián donde obtiene el premio del público y, posteriormente, en el europeo de Sevilla, además de ser la apuesta de Italia a los Óscar de Hollywood, la película italiana en coproducción con Bélgica, Yo capitán (Io capitano) pone cara, historia y vida a esos negros subsaharianos que, si no se hunden antes en un mar inmisericorde carente de flotadores complacientes, consiguen alcanzar la tierra prometida. Que nadie se moleste por lo de negro pues eso de persona de color no me digan que no resulta incongruente, considerando que de color somos todos, solo que cada uno es del que le ha tocado en suerte.


Con guión de Matteo Garrone, Massimo Ceccherini, Massimo Gaudioso y Andrea Tagliaferri, la película cuenta la épica y conmovedora historia de dos chicos que, macuto al hombro y con los ahorros de trabajillos realizados aquí y allá a escondidas de sus familias cuando salen del colegio, planifican abandonar Dakar para cumplir su sueño en el paraíso llamado Europa. Porque, ¿acaso no es legítimo que un adolescente en cualquier parte del mundo sueñe con convertirse en estrella del rap, tener millones de fans, ganar dinero a espuertas y ayudar a su familia? ¿Que pese más la certeza al alcance de la mano de hacer realidad su sueño que la de creer Seydu a su madre cuando le asegura entre lágrimas que el camino está sembrado de cadáveres y le suplica que desista de tales pensamientos? ¿Acaso el paraíso anhelado no está a la vuelta de la esquina cuando lo único que precisan para alcanzarlo es el dinero ya ahorrado?

Su modesta vida en Dakar. El intenso y conmovedor viaje de sus protagonistas, Seydu y Moussa, dos primos convencidos de su sueño que deciden dejar atrás su ciudad natal, cruzar Mali, Niger, el desierto del Sahara, Libia, y de un salto llegar a Europa. Como si recorrer los casi 4000 km que separan Senegal de Sicilia fuera una excursión escolar entre risas con final feliz, ignorando que se trata de un interminable viacrucis minado de hienas humanas para quienes el drama de la inmigración ilegal no significa otra cosa que la palabra dinero tatuada en mayúsculas en la frente y el escrúpulo.

La magnífica interpretación de sus protagonistas a pesar de no ser actores profesionales. La decisión del director de posar la mirada en el joven Seydu. La espléndida fotografía de Paolo Carner. La excelente música de Andrea Farri. Toda la historia resonando aún en los sentidos a pesar de haber salido del cine hace un rato largo ya. De nuevo entre el bullicio de la gente. Con la película pellizcando el corazón, vienen sin querer a la mente las palabras de Albert Camus en su obra póstuma El primer hombre donde escribe que la miseria es una fortaleza sin puente levadizo para añadir: “La memoria de los pobres es la memoria del corazón que es la segura, dicen, pero el corazón se gasta con la pena y el trabajo, olvida más rápido bajo el peso de la fatiga. El tiempo perdido solo lo recuperan los ricos. Para los pobres el tiempo solo marca los vagos rastros del camino de la muerte. Y, además, para soportar, no hay que recordar demasiado. Hay que estar pegado a los días, hora tras hora”.

La vuelta a la realidad con la película martilleando la conciencia. Caminar por la rutina diaria con el piloto automático de la prisa, la inmediatez. La premura de llegar a una cita mientras el móvil suena y el semáforo parece no tener prisa por cambiar a verde. Gente que se cruza en un ir y venir aparentemente despreocupado, feliz. Ensimismados en su realidad y sus pensamientos. Calle céntrica peatonal de una ciudad cualquiera cuya amplia acera se cubre aquí y allá de telas blancas sobre las que reposan bolsos, pañuelos, gafas o zapatillas de deporte cuidadosamente alineadas, listas para ser vendidas. Chicos jóvenes, negros, espigados, ocupados en vender la mercancía que les permita regresar al día siguiente si la autoridad lo permite. Rostros en los que detenerse de soslayo sin poder evitar preguntarse cuántos son Seydu intuyendo que Seydu son todos y cada uno de ellos. Portadores de una vida anterior arropada por el hogar de unos padres, juegos de niños, hermanos con los que se compartió infancia, amigos del alma con los que tal vez se proyectó la necesidad incontrolada de partir en busca de una vida mejor para sus seres queridos. Para ellos mismos. Sueños rotos en un camino sembrado de traficantes de seres humanos sobrados de crueldad y desprecio. Avaricia humana por el maldito dinero que deshumaniza hasta conseguir que la vida ajena no valga nada. La maldita mala suerte de que te toque nacer en un lugar donde los conflictos bélicos, el cambio climático extremo, la miseria o todo junto te arroje a abandonar un Sahel sin visos de mejora.


A bordo de barcazas, cayucos o zodiac. Cáscaras de nuez atiborradas en las que no cabe un suspiro ni un anhelo más. Rostros que se antojan idénticos rellenan informativos en un día de la marmota interminable mientras al otro lado de la pantalla seguimos almorzando inmunes a tanto sufrimiento.

Muy posiblemente pisar exhaustos Europa les hizo creer que llegaban por fin al final de las desgracias. Que ganaron la guerra cuando aún les quedaba sortear agrias batallas. La de los interrogatorios, los centros de menores, el racismo, la xenofobia. La soledad. La discriminación. El futuro con el que soñaban, intentando mantenerse en vilo. El presente, entretanto, apostarse cada día en la acera de una céntrica ciudad cualquiera, despreocupada y bulliciosa, sobre la que extender un trozo de tela blanca que proteja la mercancía que han de vender para seguir sobreviviendo.

La pobreza no tiene voz”, escribió el periodista, escritor, ensayista y poeta polaco Ryszard Kapuscinsky. Él lo sabía de sobra que para eso fue cronista en primera persona de numerosos conflictos bélicos, especialmente en el tercer mundo, además de uno de los grandes referentes del periodismo moderno.

Sí. El cine es uno de los vehículos fundamentales para que la pobreza abandone el silencio. Grite en medio del sosiego de una sala de cine con tal fuerza que traspase la puerta de la calle alojada en las conciencias de espectadoras y espectadores.

Tras exhibirse en diferentes festivales, Yo capitán llega el próximo 3 de enero a las salas de cine. Que la disfruten y se les cuele por entre las entretelas de la empatía y el compromiso como regalo de reyes en medio del despropósito que nos rodea.

Mientras tanto, levantemos la copa para brindar por una larga y fructífera vida a los festivales de cine. Al cine. A la vida.

Siempre.


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