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miércoles, 15 de junio de 2022

Sin techo ni ley (Agnès Varda, 1985)


 

Título original: Sans toit ni loi. Dirección: Agnès Varda. País: Francia. Año: 1985. Duración: 105 min. Género: Drama, Cine Social.  

Guión: Agnès Varda. Fotografía: Patrick Blossier. Música: Joanna Bruzdowicz. Montaje: Agnès Varda, Patricia Mazuy. Producción: Oury Milshtein.

León de Oro a la Mejor Película en el Festival de Venecia 1985. Premio César 1985 a la Mejor Actriz (Sandrine Bonnaire).

Fecha del estreno: 4 Diciembre 1985 (Francia).

 

Reparto:

Sandrine Bonnaire (Mona Bergeron), Setti Ramdane (el marroquí),    Macha Meril (Madame Landier), Yolande Moreau (Yolande), Marthe Jarnias (Madame Lydie), Laurence Cortadellas (Éliane), Francis Balchère (policía), Jean-Louis Perletti (policía), Urbain Causse (campesino).

 

Sinopsis:

Mona, una adolescente vagabunda es encontrada muerta. Unos flashbacks nos muestra sus últimos meses de vida, su desarraigo social y sus relaciones con la gente que conoció.

 

Comentarios:

Hay pocas películas de tono tan sombrío y desesperanzado como el de Sin techo ni ley, crónica de los últimos días de vida de Mona Bergeron (impresionante trabajo de Sandrine Bonnaire), una auténtica outsider que deambula por un escenario agreste habitado por seres instalados en la insatisfacción permanente. Porque si el nihilista comportamiento de la protagonista suscita desazón, el reflejo que su actitud desvela en los personajes que se topan con ella aumenta ese sentimiento hasta el más profundo desasosiego.

El de Mona es un viaje a la nada, un recorrido condenado al colapso, tal como reflejan los continuos travellings de seguimiento del personaje que acaban indefectiblemente en naturalezas muertas compuestas por material industrial apilado, herrajes oxidados y maquinaria agrícola abandonada (una imagen que se convertirá en auténtico leitmotiv de la película). Y el escenario por el que transita durante los días próximos a su muerte (paisajes agrícolas bajo el inclemente manto de un árido invierno en el que se vislumbra la invasiva presencia del mundo industrial) se diría un Hades habitado por almas en pena a la espera de su condena definitiva (imagen que alcanza su expresión más inquietante en el episodio previo a la muerte de Mona, cuando ésta es atacada por unos estrafalarios hombres-árbol que participan en un siniestro rito popular).

La muerte de Mona (anticipada ya al inicio de la película, que se estructura por tanto en un largo flashback) no se presenta por tanto como una liberación (como sí se intuía en la del protagonista de Accattone, de Pier Paolo Pasolini) sino como un simple punto final. No hay redención ni esperanza en la imagen del rostro embrutecido de Mona caída en un margen, su cuerpo fundiéndose con la árida tierra que acabará engulléndola en el sentido literal expresado en el Génesis (“comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado”) pero sin ninguna promesa de liberación posterior.

Pero el tránsito de Mona no es estéril, en tanto que cataliza los miedos, las debilidades e insatisfacciones de todo aquél con el que se encuentra en su camino. “La chica que vino a por agua era libre, va donde quiere. Me gustaría ser libre”, se lamenta una mujer (Katy Champaud) ante sus padres después de ver pasar a la protagonista frente a la miserable granja en la que vive; “Lo que me gustaría es que Paulo soñara conmigo, como los enamorados de la galería, abrazados”, suspira otra mujer (Yolande Moreau) que no puede olvidar la imagen de Mona, a la que sorprende durmiendo junto a su eventual compañero de viaje, al pensar en la desdichada relación que ella mantiene con su novio; “Si la vieras… es un horror, un deshecho. Me pone enfermo. Ese desconcierto es comprensible. Yo mismo estoy tan perdido a veces. Pero llegar a eso… Sí, me da miedo. Me da miedo porque me repele”, confiesa un joven (Stéphane Freiss) de actitud aparentemente intachable (pero al que hemos visto comportarse de manera indigna para hacerse con la herencia de su vieja tía) hablando desde la cabina de teléfono de una estación de autobuses mientras vemos la borrosa imagen de la protagonista, al fondo, vomitando completamente borracha. 

 

 

Incluso aquellos personajes que tienen una actitud más positiva con la protagonista acaban presa de sus propias contradicciones: el joven pastor que, alardeando de su vida al margen de los estereotipos y normas sociales (“Cada uno debe vivir sus anhelos. Y ya está”, admite con convicción ante Mona después de que ésta llegue a su granja), acaba pretendiendo imponer sus visión dogmática de la vida a la protagonista como condición para seguir acogiéndola (“Le propusimos cosas y nada, ninguna gana de hacer nada. Demostrando que ella es inútil le hace el juego a un sistema que rechaza. No es errar de errancia sino de error”); y, sobre todo, Mme. Landier (Macha Méril), la científica que, después de hospedar durante un par de días a la protagonista en su coche (en el transcurso de un viaje de trabajo para estudiar una plaga que afecta a los árboles de la zona), la acaba abandonando en la carretera con la excusa de que su labor ha terminado (“ni siquiera sé su nombre”, se lamenta poco después arrepentida, recordando la imagen de Mona alejándose campo a través).

Únicamente el temporero Assoun (Stéphane Freiss), con quien Mona pasa los únicos días de una cierta armonía (y que consigue arrancar su único gesto de empatía, la mano acariciando la mejilla del tunecino durante la cena), se mostrará incapaz de articular palabra alguna cuando la cámara le interpela sobre la protagonista. Su rostro en silencio, después de oler una prenda olvidada por Mona, es al fin y al cabo la única respuesta posible (David Vericat).

Recomendada.




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