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miércoles, 26 de enero de 2022

El primer serial cinematográfico de «Flash Gordon»

 

Aunque a las generaciones más jóvenes les pueda parecer increíble, hubo un tiempo en el que la televisión no existía. No, los muchachos no tenían las teleseries para satisfacer semanalmente su sed de aventuras maravillosas y su mitomanía; pero contaban con un sucedáneo igual de seductor: los seriales cinematográficos.

 

El formato de serial fue una moda que comenzó en 1912 y se prolongó hasta 1956, pero sería en la década de los treinta cuando se produjo la verdadera eclosión de esa variedad cinematográfica. Fue entonces cuando hubo ejecutivos que reconocieron el potencial económico de las tiras de cómic y adoptaron no sólo sus personajes, sino, hasta cierto punto, su formato por entregas. Cada sábado, los chicos acudían al cine para asistir al estreno de un nuevo capítulo de las peripecias de su héroe favorito, capítulo que se proyectaba durante el resto de la semana y hasta el sábado siguiente, cuando era sustituido por el episodio consecutivo.

 

Cada episodio duraba unos veinte minutos y venía acompañado de dibujos animados, algún cortometraje y, finalmente, una película de imagen real (el western era el género más común). El capítulo solía abrirse con un resumen de la historia y terminaba con los héroes a punto de sufrir un horrible destino, con lo que se obligaba al espectador a regresar la semana siguiente para averiguar cómo conseguían salir del embrollo. La aventura se prolongaba así alrededor de tres meses (de doce a quince entregas), pudiendo luego la productora remontar los episodios en forma de largometraje para su venta a los mercados extranjeros.

 

Los seriales murieron en la década de los cincuenta, cuando la televisión vino a suplantar en buena medida al cine como principal y más barata forma de entretenimiento.

 

Se trataba de cintas rodadas a la máxima velocidad y con el presupuesto y recursos mínimos, destinadas a un público poco exigente, básicamente juvenil. Los géneros abarcaban desde el western al espionaje, de los superhéroes a las aventuras en la jungla. Como sucede en todos los medios, existieron profesionales que consiguieron, dadas las limitaciones con las que trabajaban, extraer lo máximo de tal escasez financiera y ofrecer un producto razonablemente digno, pero en general eran obras de consumo rápido en el que no había tiempo, lugar ni dinero para consideraciones estéticas. Eran, por tanto, formatos desdeñados por los grandes nombres del gremio (Fox, Metro, Warner, Paramount). En cambio, los pequeños estudios, como Republic, Columbia y Universal encontraron en ellos una fuente importante y regular de ingresos.

 



Los Estudios Universal lideraron el género de terror y ciencia-ficción durante los años treinta. Deseando expandirse con el menor coste posible, la empresa puso los ojos en algunos de los más exitosos personajes de cómic de prensa distribuidos por la King Features Syndicate. En 1936, ambos llegaron a un acuerdo en virtud del cual la Universal adquiría los derechos de adaptación cinematográfica de varios de esos héroes de papel. Flash Gordon, el popular héroe espacial creado para las viñetas en 1934 por Alex Raymond fue el primero.

 

Flash Gordon había nacido originalmente como una réplica de Buck Rogers, pero no tardó en consolidarse por méritos propios, consiguiendo una gran y perdurable popularidad. Entre 1935 y 1936 disfrutó de un serial radiofónico en la Mutual: The Amazing Interplanetary Adventures of Flash Gordon; hubo un intento –frustrado, sólo duró un número– de lanzar una cabecera pulp con su nombre, Flash Gordon´s Strange Adventure Magazine (1936) y el mismo año Raymond firmó (aunque probablemente no escribió) una novela: Flash Gordon in the Caverns of Mongo).

 


En años venideros se producirían cuatro series de televisión tanto de acción real como animada; dos series de seis libros cada una durante los setenta y ochenta, por no mencionar los abundantes comic-books, su larga permanencia en su formato original –las tiras de prensa– y la película de 1980. Pero sin duda, en el ámbito audiovisual, su mayor éxito fueron los seriales que ahora comentamos.

 

Universal puso manos a la obra para crear un gran serial que contaría con el triple de presupuesto de lo normal para estos proyectos: 360.000 dólares (500.000 según otras fuentes). Elevando el nivel, el estudio esperaba obtener la atención del espectador adulto además de los más jóvenes.

 

La historia estaba protagonizada por el propio Flash Gordon (Larry «Buster» Crabbe), el profesor Zarkov (Frank Shannon) y la hermosa Dale Arden (Jean Rogers). Los tres viajan en la nave construida por el científico hasta el planeta Mongo, en ruta de colisión con la Tierra. Allí se encuentran con el líder de ese mundo, el tirano Ming el Cruel (Charles Middleton).

 


Los siguientes doce capítulos –dirigidos por Frederick Stephani, quien además ejerció de guionista– el trío protagonista y sus aliados emplearán sus energías en impedir que el dictador y sus seguidores destruyan la Tierra.

 

En el mediocre mundo de los seriales, Flash Gordon está habitualmente considerado como uno de los mejores jamás producidos. El diseño de producción está muy por encima de la media. Es necesario recordar que Flash Gordon pertenece a una época en la que muchas aplicaciones de la electricidad (la electrónica ni se imaginaba), el teléfono y la radio eran considerados tecnología punta. El cohete está remachado con mamparos metálicos y controlado mediante volantes, válvulas y manómetros. Asimismo, el vestuario es sobresaliente. Jean Rogers luce muy sexy gracias a los vestidos con bikinis incorporados. Ming aparece ataviado con impresionantes batas fajadas de cuello alto mientras que Flash viste túnicas y calzones. El departamento de vestuario histórico de la Universal fue saqueado para vestir a los soldados de Ming como centuriones romanos.

 

Sin embargo, a la hora de retratar la exótica variedad de las diferentes especies alienígenas que pueblan Mongo, el diseño no está a la altura. Los Hombres León no son más que hombretones barbudos; los Hombres Tiburón se distinguen sólo por sus bañadores, gorros de baño y extrañas botas; el orangapoide no es más que un actor embutido en un disfraz de mono con un cuerno en la frente; y el Tigrón no es sino un tigre normal y corriente. Inesperadamente, los menos ridículos son los Hombres Halcón, equipados con cascos alados y grandes alas adheridas a sus espaldas.

 


Los decorados están bien conseguidos, especialmente la sala del trono de Ming, que aunque pueda parecer un tanto vacía para los estándares actuales, estaba claramente diseñada para causar impacto en la gran pantalla. Con todo, y a pesar de su considerable presupuesto, los productores optaron por reciclar muchos de sus decorados y accesorios de otras películas del estudio (La momia –1932–, La novia de Frankenstein –1935–, Una fantasía del porvenir –1930–) llegando incluso a reutilizar metraje de esas cintas.

 

Es una lástima que el despliegue de imaginación quede mutilado por la pobreza de los efectos especiales. En la aventura hay momentos de gran potencial estético, como la ciudad de los Hombres Tiburón liberándose de sus anclajes y emergiendo a la superficie; los Hombres Halcón volando en formación de combate; su ciudad flotando en los cielos entre rayos de luz… Sin embargo, es esa misma simplicidad visual producto del primitivismo técnico, lo que, de alguna forma, dota de energía y entusiasmo al conjunto.

 

Para uno de aquellos muchachos que acudían con los ojos abiertos por la emoción a la proyección de los sábados por la mañana, la deficiencia técnica de aquellas imágenes (burdas maquetas movidas por hilos, trucos ópticos de baratillo, metraje documental reciclado, rayado del celuloide para representar los láser, iluminación prehistórica…) no era lo más importante. Son imágenes que inspirarían la mente juvenil de, por ejemplo, George Lucas, quien años más tarde trató de conseguir los derechos para realizar sus propias películas de Flash Gordon. Al no tener éxito, decidió crear su propia aventura espacial: Star Wars.

 

Efectivamente, hay algo emocionante en Flash Gordon. Parece capturar la esencia fundamental de las space operas de E.E. Doc Smith. Basta con ver los primeros minutos, cuando el meteorito golpea el avión en el que viajan Flash y Dale y ambos se ven obligados a abandonarlo. Tras llegar a tierra, son secuestrados a punta de pistola por el Dr. Zarkov y obligados a acompañarle al interior de su fálico cohete casero. El despegue, acompañado de chispas proyectadas desde la parte trasera del ingenio y con los personajes sentados al frente de controles que parecen sacados de un cuarto de calderas es igualmente ingenuo y encantador.

 

Después llega el aterrizaje en Mongo, con imágenes del cohete rodeando un castillo construido en una montaña (un plano que se reciclaría varias veces en el mismo serial) y el ataque de un lagarto hipervitaminado antes de hacer su aparición los guardias imperiales, embutidos en armaduras tan escasamente útiles como sus cascos.

 


Ya en esos primeros momentos del primer capítulo, sin importar lo primitivos que nos resulten los efectos especiales, los adolescentes de entonces se sentían transportados a un nuevo y excitante universo. El cine ya había mostrado anteriormente el viaje espacial en la pantalla, pero en general carecían de la emoción y la fantasía de Flash Gordon, prefiriendo concentrarse en la construcción del cohete y los avatares del viaje. Nunca antes de este serial se había creado una aventura visual que lograra transportar a los espectadores a una realidad exótica donde la aventura ocupaba el lugar central. De hecho, Mongo es un mundo destilado a partir de los clásicos del género, una cultura que combinaba la ciencia más avanzada y los artilugios tecnológicos más sorprendentes con una estética reminiscente del Imperio Romano regida por un villano de aspecto asiático. Hay encuentros con seres de lo más exótico, versiones humanizadas de tiburones, halcones, simios, tigres… Y Flash no es sino una variación del clásico cowboy, un héroe que actúa en base a su infalible sentido del bien y del mal.

 

Flash Gordon también disfrutó de una historia más competente de lo que era habitual en los seriales de la época, quizá porque los primeros ocho capítulos se ajustaron de forma razonablemente fiel al primer año de la tira de Raymond. Por una vez, el argumento no se limitaba a ofrecer una mera sucesión de resortes narrativos artificiosos con el fin de hacer avanzar una historia vacía. Por desgracia, el último cuarto del serial queda lastrado por las escenas de persecución por el palacio. Da la sensación de que están forzadas para rellenar la duración obligada y carecen del vívido sentido de la aventura que se había conseguido al comienzo con los protagonistas visitando los diferentes reinos de Mongo.

 

El tratamiento de los personajes deja mucho que desear en ocasiones, como el que baste un simple beso de Barin para que la princesa Aura abandone su obsesión por Flash; y, especialmente hacia el final, muy plano en su representación de lo que debería ser el enfrentamiento definitivo del héroe y el villano: Flash acepta con total naturalidad la palabra del sacerdote de que Ming ha fenecido en el Templo de Tao, da la vuelta y se marcha a casa. Sin duda se pretendía dejar preparado el camino para una secuela, pero la forma de hacerlo es torpe y poco creíble.

 

La acción es emocionante y los momentos climáticos con los que terminaba cada episodio son mejores que los de cualquier otro serial de la época. Ello es en buena parte achacable a su atlético actor protagonista, quien no necesitó de especialistas para doblar sus escenas de acción. Larry «Buster» Crabbe había nacido en Oklahoma, pero creció en Hawaii, lugar en el que se convirtió en una estrella de la natación. Su talento deportivo le llevó a participar en los Juegos Olímpicos de 1928 y 1932, ganando en estos últimos una medalla de oro en los 400 metros estilo libre.

 

Pero en realidad su sueño era licenciarse en Derecho, para lo que se matriculó en la Universidad de Southern California, en Los Ángeles. Para pagarse los estudios, empezó a realizar trabajos como especialista cinematográfico de escenas de acción. Y he aquí que alguien en la Paramount debió pensar que Crabbe podía ser otro Johnny Weissmuller, quien tanto dinero había hecho ganar a la Metro encarnando a Tarzán en 1932. Así, intentando replicar ese éxito, Crabbe fue seleccionado para interpretar a Kaspa, una burda copia del héroe de Burroughs, en King of the Jungle (1933), y luego al propio Tarzán en el serial independiente Tarzán de las fieras (1933).

 

Pero su popularidad la obtuvo gracias a los seriales de Flash Gordon y Buck Rogers (1939). Crabbe tenía un físico ideal para el papel de imbatible héroe galáctico y su interpretación tenía tanta seguridad y convicción como escasez de humor e impavidez, ya fuera batiéndose contra soldados y luchadores enmascarados, combatiendo contra el orangapoide o enfrentándose a los Hombres Bestia.

 


Ming está interpretado por Charles Middleton, un actor que solía hacer de villano en muchos westerns de la época. En lugar de inflar su actuación al estilo de la versión que del personaje hizo Max Von Sydow en el remake de 1980 u otros villanos modelados a partir de Darth Vader, Middleton lo encarna destacando su mezquindad y testarudez. Jean Rogers, en el papel de Dale Arden, desarrolla una combinación de inocencia virginal y mujer de acción, aunque su papel (como en el cómic) consiste básicamente en ser secuestrada, como cuando Ming la hipnotiza para que se case con él.

 

Priscilla Lawson interpreta a la hija de Ming, Aura, la seductora mujer fatal de la historia: la forma en que acaricia los brazos de Flash cuando se esconden en las cavernas no deja lugar a dudas de la naturaleza de sus intenciones. El que más fuera de lugar parece estar es Frank Shannon en su papel de Dr. Zarkov, aunque en su favor hay que decir que éste fue el único científico de la época que parecía militar en el bando de los «buenos».

 

Tras remontarlo para convertirlo en largometraje, el serial de Frederick Stephani recibió un nuevo título, Rocketship (más adelante, Atomic Rocketship cuando llegó a la pequeña pantalla). Rocketship se proyectó como complemento de otro serial, rodado tras el éxito del filmado por Stephani: Marte ataca a la Tierra (Flash Gordon’s Trip to Mars, 1938), de Ford Beebe y Robert F. Hill. (Manuel Rodríguez Yagüe)

 


 

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