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jueves, 9 de diciembre de 2021

Roman Polanski (1933-)

 

La historia de Roman Polanski es la de un hombre atraído por las polémicas, capaz de coquetear con la hoguera y rara vez salir chamuscado. Un cineasta que no deja a nadie impasible, experto en atrapar adeptos aun cuando su moral siempre está en perpetuo debate. Víctima de la Historia, de Charles Manson y de sus intereses sexuales y dotado de un enorme talento, el genio judío logró que la Academia que le retiró su butaca le concediese un Oscar a la mejor dirección un cuarto de siglo después de que la Justicia estadounidense le condenase por mantener relaciones sexuales ilícitas con una menor.

 

Polanski encontró en Sharon Tate su mejor momento. Hasta que se la arrebataron. Y él lo predijo. «Mientras la besaba y abrazaba, un extraño pensamiento cruzó por mi mente: nunca más volvería a verla. Si no hubiera sucedido nada, posiblemente hubiera olvidado aquella premonición; pero ahora la conservo como un recuerdo indeleble», cuenta Roman Polanski en sus memorias, escritas en 1985. Fue así cómo se despidió de la actriz Sharon Tate, que a punto estaba de dar a luz al hijo de ambos cuando fue asesinada por la «familia» Manson junto a otras cuatro personas en su casa.

 

Roman Polanski y Sharon Tate

El cineasta polaco, que siempre prefirió huir de la realidad, lo hizo en ese momento de un presentimiento que atribuyó a su incansable imaginación y, aún hoy, cuando hace las maletas o se corta el pelo, se acuerda irremediablemente de la actriz. «En ese sentido le seré siempre fiel», reconoce Polanski, un adúltero confeso incapaz de mantenerse leal. No haber hecho caso a su instinto le sigue persiguiendo años después del trágico suceso. «La muerte de Sharon es la única divisoria importante en mi vida. Antes de que ella muriera, yo navegaba por unos serenos e ilimitados mares de optimismo y esperanza. Ahora, siempre que me divierto, me siento culpable», escribe en una de las más de cien páginas que le dedica a su segunda esposa.

 

Pero rehizo su vida. Acostumbrado a sobreponerse, volvió a encontrar la inspiración tras la cámara. Desde que comenzó a recoger fotogramas de Blancanieves de los cubos de basura durante su infancia en la Cracovia de entreguerras, Polanski siempre tuvo claro que ese sería su oficio. Aunque, hasta entonces, seguía imaginando.

 

«Desde que yo recuerdo, la línea entre la fantasía y la realidad ha estado siempre irremediablemente borrosa», llega a afirmar. El arte era el «reino» de su «imaginación», y siempre le pareció más real que los limitados confines de esa Polonia nazi y comunista a la que, por falta de recursos, le tocó burlar con los ojos cerrados, soñando.

 


El cineasta fue desde pequeño un «chiquillo extremadamente susceptible», diferente a la gente de su entorno y que siempre hacía las cosas a su manera. «Vivía en un mundo de mentirijillas, completamente aparte del verdadero». Uno en el que se colaba dentro y fuera del gueto de Cracovia a través de la verja en la que estaba hacinado, se cambiaba el apellido y ocultaba su origen judío bajo esa nariz respingona y sus rubios cabellos. Tras la muerte de su madre en una cámara de gas en Auschwitz y la retención de su padre, se convirtió en un nómada a la deriva entre familias que le acogían por dinero para evitar los campos de concentración. Polanski terminó buscándose la vida como había hecho con los fotogramas, en los rincones más imprevistos y por su cuenta.

 

Expulsado de Bellas Artes por los caprichos de un profesor, probó suerte como actor, donde se sentía como pez en el agua por sus dotes para la exageración. Su periplo frente a las cámaras le allanó el camino para entrar en la famosa Escuela de Cinematografía de Lodz, donde conoció al director Andrej Wazda y pudo empaparse de todas esas películas de su amado Occidente que no se podían ver en las salas comerciales polacas.

 

Durante sus estudios, aprovechó una leve apertura gubernamental en su país para viajar a la capital gala. La libertad de París le abrumó, y descubrió «la naturalidad» de dos actores norteamericanos que tenían todo lo que, a su juicio, un intérprete necesitaba: «La fría indiferencia de Brando y la tensión neurótica de Dean aportaban a la pantalla un algo completamente distinto».

 

Emocionado con la experiencia y tras visitar el Festival de Cannes por primera vez, retomó las cámaras en Lodz. Allí demostró su talento pero no pudo acreditarlo: su rechazo a entregar la tesis al final de la carrera le impidió recibir el diploma de la Escuela, como los críticos de su país recordarían a partir de entonces en sus reseñas. Un título que, como terminó evidenciándose, no necesitaba. Antes de cumplir la treintena rodó «El cuchillo en el agua» (1962), con la que obtuvo una nominación al Oscar como mejor película de habla no inglesa. Un galardón que obtuvo finalmente Federico Fellini por su «8½». «Perder ante semejante ganador no constituía ninguna ignominia», dice sobre su derrota ante el genio italiano.

 

Su presencia en los premios de la Academia tan solo fue el inicio de la ambigua relación del cineasta polaco con Hollywood. Pero antes de cruzar el Atlántico buscó fortuna en Europa viviendo de prestado hasta que, después de un sinuoso camino esquivando baches, rodó en Londres «Repulsión» (1965) y «Callejón sin salida». Pese a los más de veinte títulos de su filmografía y al idilio con la crítica y el público, siempre le acompañaron los mismos vicios. Era terco, lo que le valió el apelativo del «chiflado polaco», y solía discutir con los productores por sus continuos, y caros, retrasos al filmar. Su obstinación, sin embargo, le permitía casi siempre salirse con la suya. Tesoros como «La semilla del diablo» (1968), su primera película americana, o «Chinatown», la última rodada en EE.UU. (1974), adornan el currículum de uno de los más reputados cineastas contemporáneos, aunque el más personal fue «El pianista» (2002), con el que obtuvo la estatuilla a mejor director y la única en la que ha llevado a la pantalla hechos de los que fue «testigo».

 



Ganar numerosos premios y cumplir sus sueños profesionales no le ha librado de una turbulenta vida privada. Su baja estatura, que tanto le acomplejaba, nunca le impidió disfrutar de fervorosos encuentros con infinidad de mujeres. A los 26, se casó con una actriz siete años menor; un matrimonio que duró hasta que Tate se cruzó en su camino. Tras su pérdida, la homenajeó dedicándole la película «Tess», porque la última vez que la vio ella le regaló un ejemplar de la novela de Thomas Hardy. Su muerte, embarazada, le agrió el carácter y hasta comenzó a parecerse más a su madre, como él mismo lamenta. «Ahora se me considera universalmente, bien lo sé, un perverso enano libertino. Mis amigos -y las mujeres de mi vida- saben que eso no es cierto», reivindica.

 

Después de superar todos los socavones del camino, su vida hedonista terminó abocándole a la cárcel. Fue condenado a prisión después de mantener relaciones sexuales –«consentidas», según Polanski– con Samantha Geiner, de 13 años, durante una sesión de fotos para un anuncio de Vogue. Después de un controvertido proceso judicial, el director de «Chinatown» convino pasar 42 días en la cárcel del Chino (Los Ángeles), en régimen de aislamiento. Tras la supuesta inquina del juez que llevó la causa y el enredo burocrático de la justicia california, decidió huir de Estados Unidos. Y no ha vuelto desde entonces. En las ocho páginas de epílogo que el realizador polaco escribió tres décadas después, se maravilla por «el optimismo y la ingenuidad» que parecen destilar los últimos párrafos de sus memorias, y habla sobre las peticiones de extradición de un país que admiró pero que no le olvida ni perdona.

 

Roman Polanski y Emmanuel Seigner

Consciente de «los cambios nada desdeñables» que se han producido en su persona, Polanski admite el más evidente: «La línea entre fantasía y realidad ya no resulta, en absoluto, tan borrosa como antes; quizá porque hoy quiero mi realidad». Muchos años después del asesinato de Sharon Tate, el director se casó con la actriz francesa Emmanuel Seigner, con la que tiene un hijo y una hija, y con la que parece haber recuperado la felicidad arrebatada.

 

«No me arrepiento de nada de lo que ha ocurrido en mi camino. Por paradójico que pueda parecer, si los acontecimientos de mi existencia no hubiesen sucedido tal y como lo han hecho, hoy no tendría a mi familia (...) no pienso renunciar a eso por cambiar el pasado», termina reconociendo el cineasta. (Lucía M. Cabanelas)

 


 

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