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lunes, 14 de junio de 2021

Golden Eighties (Chantal Akerman, 1986)

 

Título original: Golden Eighties. Dirección: Chantal Akerman. País: Bélgica. Año: 1986. Duración: 96 min. Género: Musical.

Guión: Pascal Bonitzer, Henry Bean, Chantal Akerman, Jean Gruault, Leora Barish. Fotografía: Gilberto Azevedo. Música: Marc Hérouet. Montaje: Francine Sandberg. Producción: Martine Merignac.

Fecha del estreno: 25 Junio 1986 (Francia).

 

Reparto: Delphine Seyrig (Jeanne Schwartz), Myriam Boyer (Sylvie), Fanny Cottençon (Lili), Lio (Mado), Pascale Salkin (Pascale), Charles Denner (Monsieur Schwartz), Jean-François Balmer (Monsieur Jean), John Berry (Eli), Nicolas Tronc (Robert Schwartz).

 

Sinopsis:

Empleados y clientes de una galería comercial sólo viven para el amor: lo sueñan, lo proclaman, lo cantan y bailan. Encuentros, reencuentros, pasiones, decepciones. Conjugando todas las formas de la seducción y del sentimiento amoroso, las historias se cruzan y se mezclan mientras son comentadas por un malicioso coro de chicas y un grupo de chicos ociosos.

 

Comentarios:

La galería de un centro comercial es el escenario idóneo para un musical moderno donde la realidad no tiene cabida y el amor que se exhibe en las vidrieras de las tiendas es tan fluctuante como las tendencias del mercado y de la moda. Entre besos apasionados, una joven peluquera declara su amor a un joven trajeado. Al romper el beso, ella suspira y gira el rostro hacia otro joven. Ellos se besan, ella le dice que le ama y luego se retira, dejando a ambos hombres embobados en la escalera. Esta sensación de atontamiento persiste a lo largo de Golden Eighties, una fantasía de colores estridentes y panes de plástico, donde cada elemento de la puesta en escena remarca el carácter artificial de la película. Y lo hace con goce y con disfrute. El resultado, una fascinación momentánea y el viaje a un mundo donde los enojos son pasajeros y los desamores transitorios.

El espacio interior es un escenario teatral que termina en los peldaños de la escalera que conduce al exterior, al mundo real. Afuera, el tiempo transcurre como siempre, pero en este mundo idílico existen otras reglas, la soltura y el descaro. Las dos tiendas, la peluquería de Lili y la boutique de Jeanne, son dos espacios oponentes que se articulan mediante la cafetería. En la barra, los chismes se sirven con la misma facilidad que un vaso de coca cola. Robert, el hijo de la familia propietaria de la tienda de ropas, es el objeto de deseo de las chicas de enfrente, en especial de Mado. “Quizás sea muy bueno para nosotras”, canta una de las chicas, muy alto, muy adinerado, muy elegante. De estas tres afirmaciones, quizás la segunda sea más o menos cierta porque Robert es nada más que un niño grande, un bebé encaprichado que hace y deshace compromisos a su antojo. Pero Mado no es la única que adolece el desamor. La dueña de la cafetería vive pendiente de las cartas de su pareja que se encuentra en otro país, el Sr. Jean es incapaz de olvidarse de Lili, y la presencia casual de un norteamericano despierta recuerdos enterrados en Jeanne.

El romance se propaga en cada línea de diálogo y en cada anécdota narrada, una carta de amor que se lee una y otra vez. Aquí, cada uno es partícipe de la historia del otro y la vive como si estuviera viviendo en una película, un poco como nosotros con este musical. En Golden Eighties la privacidad no existe. Los paños de vidrio de las tiendas que separan un lugar del otro permiten vislumbrar cada rincón de la galería; por más que la cámara se sitúe en la boutique, el movimiento de la peluquería es igualmente visible y viceversa. En este decorado de transparencias y de ambientes translúcidos, solo las cortinas pueden dar una intimidad aparente, como los telones de un teatro que se abren y se cierran y que fragmentan el espacio en micro cápsulas narrativas. Privacidad disimulada, porque nadie parece escuchar las conversaciones del otro a través de las telas, como si el tejido estuviera dotado de una capacidad aislante. El problema es cuando se deja entrever los pies entre ese espacio libre que queda entre el piso y la cortina, porque ocultarse no es tarea fácil.

 

 

En Golden Eighties el amor es ilógico como las coreografías caricaturescas y ajetreadas que marcan el movimiento de los personajes en escena, y la jornada laboral es tan efímera como un aguacero que al parecer moja a los transeúntes. Las chicas de la peluquería nada más fingen trabajar, spray aquí, spray allá, toalla aquí, toalla allá, mientras que los jóvenes cizañeros disimulan no estar prestando atención a lo que sucede pero ingresan al cuadro para arrojar su apreciación sobre los hechos. El ingreso absurdo de una horda de extras marca el paso del tiempo (¿será la hora del almuerzo?); tan pronto como Robert se compromete con Mado, el día ha llegado a su fin. Y los clientes son figuras anónimas olvidadas que reclaman atención sin éxito alguno y que existen como aderezos visuales salpicados que entran y salen del cuadro como la utilería de una obra.

 

 

Los números musicales que se dirigen directamente a cámara demandan una compenetración espontánea con nosotros, sea una confesión donde el diálogo se establece entre ellos y nosotros, o la complicidad de una melodía pegajosa que nos anticipa un desenlace desastroso. En este juego de mirar y ser mirado, de descubrir en la profundidad de campo el vuelo de un cepillo o un saludo, el movimiento es incesante, tanto así que al terminar la película pareciera que fuimos absorbidos por el trajín de la galería. La cámara se acerca y se aleja, declara y confiesa. Nos envuelve en la turba de personas que separan a los amantes, y desnuda en sus superficies transparentes que nos devuelven infinitos reflejos. Espacio, personaje y movimiento se entremezclan en una comedia burlesca donde las cosas son más sencillas: siempre y cuando devolvamos los regalos de casamiento, cancelar una boda un día antes no tiene mayores implicancias.

 

 

En Golden Eighties Chantal Akerman se desplaza libremente entre los rincones que ofrece el comercio y los espacios intermedios entre una tienda y otra, así como manipula a su antojo las líricas osadas y los guiños al musical. Su mirada despreocupada encuentra así una sonrisa auténtica que al fin y al cabo es más real que cualquier artilugio de la representación o cualquier casualidad mal catalogada como “error” por los defensores del relato invisible. Porque Golden Eighties es por sobre todas las cosas, un escaparate del amor y del romance donde es posible encontrar esto, un gesto de placer absoluto reflejado por quien nos mira. Hola, Chantal. (Alex Vázquez)

Recomendada (con reservas).




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