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lunes, 25 de mayo de 2020

Pelo malo (Mariana Rondón, 2013)


Título original: Pelo malo. Dirección: Mariana Rondón. País: Venezuela. Año: 2013. Duración: 93 min. Género: Drama.
Guión: Mariana Rondón. Fotografía: Micaela Cajahuaringa. Música: Camilo Froideval. Montaje: Marité Ugas. Sonido: Lena Esquenazi, John Figueroa. Dirección artística: Matías Tikas. Producción: Artefactos S.F / Hanfgarn & Ufer Film und TV Produktion / Imagen Latina / La Sociedad Post / Sudaca Films.
Concha de Oro en el Festival de San Sebastián 2013. Mejor Dirección y Mejor Guión en el Festival de la Plata 2013. Mención del Jurado en el Festival de La Habana 2013.
Estreno en España: 14 marzo 2014

Reparto: Beto Benites (El Jefe), Samantha Castillo (Marta), Samuel Lange Zambrano (Junior), Nelly Ramos (Carmen), María Emilia Sulbarán (La Niña).

Sinopsis:
Junior es un niño de nueve años que tiene el pelo rizado. Él quiere alisárselo para la foto del anuario de la escuela, pues así lo llevan los cantantes pop que están de moda. Esta circunstancia lo lleva a enfrentarse con su madre. Lo que Junior quiere es ponerse guapo para que su mamá lo quiera, pero ella lo rechaza cada vez más.

Comentarios:
Pelo Malo (2013) fue dirigida por Mariana Rondón (Barquisimeto -Estado de Lara- Venezuela, 1966), quien se formó como cineasta en la Escuela Internacional de San Antonio de los Baños (Cuba). Después estudió animación en Francia. Siempre quiso hacer un cine independiente y por ello en 1990 junto con otros cineastas crearon la “Empresa Multinacional Andina: Sudaca Films”. Su ópera prima fue el cortometraje Calle 22 (1994). El primer largometraje, A la media noche y media (1999) fue codirigido y coproducido por Marité Ugás (Lima, Perú, 1963), productora y directora peruana, con la que siempre Mariana Rondón ha formado un binomio a favor del cine independiente. El segundo largometraje, Postales de Leningrado.  Y el tercero Pelo Malo (2013).

Mariana Rondón, en los títulos de crédito iniciales de Pelo Malo, hace un alarde de austeridad, pues no hay música alguna, así el espectador no se distrae, aguza sus sentidos, vista y oído, para introducirse en una historia cuyos protagonistas son los olvidados de siempre; a pesar de la Revolución Bolivariana. La cámara de Mariana nos va mostrando la Caracas de los contrastes, desde la vivienda de élite donde la protagonista principal, Marta, trabaja como criada, hasta la ensordecedora y caótica ciudad junto  al deficiente transporte colectivo del que son usuarios Marta y su hijo Junior de 9 años, los principales protagonistas.

Como si de un documental se tratara, la directora realiza una completa radiografía y “sinfonía urbana”, más bien “cacofonía”, para detenerse en la barriada o Parroquia 23 de Enero, ubicada al noroeste de la ciudad. Allí en una impersonal colmena, habitan los protagonistas del filme que, como todos sus vecinos, pertenecen a una clase obrera sin trabajo que quizá esperó mucho de la Revolución Bolivariana,  liderada por Hugo Chávez y su sucesor Nicolás Maduro. Esa clase pobre sigue soñando ya no en la Revolución, sino en parecerse a los iconos de siempre, impuestos por el Capitalismo: miss, futbolistas, cantantes, famosos y famosas del mundo del espectáculo. Al llegar a este punto, creemos conveniente señalar la principal intención de la cineasta:

Quiero hablar de la intolerancia dentro de un contexto social cargado de dogmas, que no acepta lo distinto, donde lo público se extiende a la vida privada. Mis personajes viven rodeados de referentes que los excluyen. Una iconografía que los alimenta de mesianismo político y certámenes de belleza. Modelos vacuos que los devuelven, finalmente, a su desesperanza”.

 
En el barrio 23 de Enero, solo las madres de familia, como la protagonista Marta, salen a buscarse el pan de cada día en trabajos subalternos o prostituyéndose a algún jefecillo para obtener un puesto de trabajo no cualificado y sin derechos. Por ello en este filme, la crítica a un oscuro “proteccionismo” machista está muy viva. Otras mujeres, por el contrario,  ante la imposibilidad de sobrevivir, optan por reunirse y repetir a modo de “mantra” la frase “no, gracias, no tengo hambre”, de esta forma Rondón hace un guiño a Un Mundo Feliz de Aldous Huxley, en definitiva, al “Mundo Feliz” prometido por la utopía populista, pues todo es “cuestión de fe”, repitiendo una oración, quizás se obre el milagro y “las piedras se conviertan en pan”.


En esas colmenas de pisos, enrejados y hacinados, predomina la incomunicación. He ahí el mundo exterior de los protagonistas. En esas viviendas de apartamentos multifamiliares del barrio 23 de Enero vive también la familia de la niña, amiguita de Junior, formada por la niña y su madre que, a cambio de dinero y no por solidaridad, sobrevive cuidando a los bebés de mujeres vecinas, que trabajan fuera, mientras en su casa repite el mantra  de “jodido agradecimiento” referido más arriba.

Junior y su amiguita contemplan el bloque de viviendas de enfrente, como si fuese un tablero de juego, mientras la cámara subjetiva de Mariana Rondón, siguiendo el juego infantil a través de sutiles y suaves travelling,  desvela  alguna que otra tipología doméstica, familiar o solitaria, de las personas que habitan en el enrejado edificio. Los niños, Junior y su amiguita, juegan contemplando e inventando historias sobre los  incomunicados y desconfiados vecinos. La imaginación infantil rompe la tediosa cotidianidad y humaniza el inhóspito barrio-enjambre 23 de Enero,  construido por “dictaduras y democracias populistas”, y cuyo deterioro evidencia la mentira de las promesas de los políticos, el fracaso de la ¿utopía? populista que llegó a construirlos. En este sentido, podemos colegir ciertos guiños a las películas argentinas El Viaje (Fernando E. Pino Solanas, 1992) y El elefante blanco (Pablo Trapero, 2011), pues en ambas se muestra el deterioro de una construcción “faraónica”, la de un hospital no concluido,  levantado en el fragor de una promesa, propia de un discurso populista y electoralista, incapaz de llevar su obra a término.

 
Un elemento, nada desdeñable, es resaltar como los jóvenes varones del barrio 23 de Enero viven en una permanente ociosidad: juegan al fútbol o escuchan música, son jóvenes sin futuro, desechados por el sistema, no hay trabajo para ellos, solo los mantiene vivos cambiar su imagen,  imitar a los famosos, y soñar en ser ricos.

También en ese mundo de ensoñación vive Carmen, de raza negra y abuela paterna de Junior, que recordando la canción de su juventud  Mi limón, mi limonero”, juega con el nieto a transformarlo, disfrazarlo e imponerle una identidad ¿de actor o actriz quizás? Y es este uno de los temas primordiales  que plantea Pelo Malo: el de la identidad que, a su vez es bastante recurrente en el cine venezolano, al que ya aludieron otros directores y películas como Oriana (1985) de Fina Torres o Jericó (1990) de Luis Alberto Lamata”. Pablo Gamba así lo refiere: “El film de Mariana Rondón es expresión del rechazo a todo intento de imponerle a la gente cualquier manera de ser. Frente a eso, está la alternativa de Junior, incluidas sus trampas de jugar a ser, lo que permite explorar una identidad con la posibilidad de salirse del juego”.

 
El título de la película “Pelo Malo” alude a la identidad racial: los negros  tienen el pelo crespo o rizado (“pelo malo” o  difícil de “domesticar”)  y los blancos lo tienen lacio (“pelo bueno” o “domesticable”); querer alisarse el pelo, como hace Junior, forma parte del inconsciente colectivo y los prejuicios, alimentados por una cultura racista que en Venezuela, en particular, y en todo el Continente Americano, en general, están muy presentes desde que en el siglo XVI se iniciara el comercio de esclavos o la trata negrera, diseñando para América un mapa racial de castas en el que el status y la “dignidad” de las personas vienen definidos por el mayor parecido y la asimilación a la etnia hegemónica (raza blanca). Así se deduce en una conversación en la que la niña vecina (amiguita) le propone a Junior que se disfrace de militar para que su madre lo quiera. Ser  militar, llevar un uniforme, dignifica, asimila, domestica y desclasa al pobre, pues desde la época colonial la apariencia del uniforme o el certificado comprado de “limpieza de sangre” eran las únicas posibilidades de ascenso de status para la clase baja y de color, para las castas pobres (mestizos, mulatos, zambos, etc.). Por ello la película de Mariana Rondón es muy significativa en el contexto latinoamericano, pues la mancha de origen (ser negro) se limpia a través del disfraz simbolizado en pelo lacio (o pelo bueno) y uniforme militar. La cineasta pone de relieve los fuertes prejuicios raciales que, aún siguen enraizados en su país, a pesar de la Independencia y de la Revolución Bolivariana.


La sigilosa y testimonial cámara de Mariana Rondón va más allá de la exterioridad para introducirse en el espacio privado y en la vida íntima de la familia protagonista que, no exenta de tensiones, desayuna arepas con quesillo (queso fresco) y jugo, unidad familiar formada por la madre, Marta, de unos 25 años, que perdió su trabajo de agente de seguridad y ahora trabaja eventualmente como criada, Junior, de 9 años y pelo crespo o rizado (pelo malo) que sueña con alisárselo para parecer de otra raza ¿blanco, quizás? y el bebé (de piel clara), el único al que Marta quiere, sabe o puede cuidar. Se trata de una familia monoparental o monomarental extensa (madre con hijos de padres distintos), estructura doméstica muy común en América Latina. Una vez más, el tema del padre o padres ausentes irrumpe en el cine latinoamericano como fiel reflejo de un paradigma familiar y social muy común desde la época colonial.

 
Pelo malo es una obra magistral del cine social, que nos lleva a sentir y a visionar diferentes escenarios de violencia cotidiana desde los espacios públicos a los privados, pasando por una serie de prejuicios culturales identitarios, sellados a sangre y fuego desde la Colonia. Pelo malo nos habla de las falsas identidades, de las caretas inventadas por la clase hegemónica e impuestas como modelo de orden social. Modelo que al asumirlo como identidad, como falsa identidad, violenta al ser humano. 

 
Concluimos con las palabras de su propia directora, Mariana Rondón, sobre la violencia, real y encubierta, doméstica y del sistema, violencia universal, filmadas con gran atino:

Pelo malo es una cinta sobre la violencia del gesto, la violencia de las miradas. La construí desde lo íntimo, desde lo familiar, para poder hablar de lo grave que puede llegar a ser no respetar al otro, no respetar las diferencias. En el tiempo que lleva de recorrido por festivales la película me ha descubierto que, según el espectador que la vea, el conflicto va mutando. A veces es una historia sobre el racismo, otras veces es la homofobia o la intolerancia política. Creo que Pelo malo es una historia universal. Habla sobre la libertad del individuo y el derecho de descubrir su propia identidad, sin pasar por el juicio de los otros”. (María Dolores Pérez Murillo)
Recomendada.


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