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sábado, 9 de mayo de 2020

Dejad paso al mañana (Leo McCarey, 1937)


Título original: Make Way For Tomorrow. Dirección: Leo McCarey. País: USA. Año: 1937. Duración: 91 min. Género: Drama.
Viña Delmar, Helen Leary, Noah Leary, basado en la novela de Josephine Lawrence) (Guión), William C. Mellor (Fotografía), George Antheil, Victor Young (Música), LeRoy Stone (Montaje), Leo McCarey y Adolph Zukor para Paramount Pictures (Producción).
Una de las Diez Mejores Películas del Año según el National Board of Review 1937.  
Estreno: 7 Mayo 1937, en Nueva York.

Reparto:
Victor Moore (Barkley Cooper), Beulah Bondi (Lucy Cooper), Fay Bainter (Anita Cooper), Thomas Mitchell (George Cooper), Porter Hall (Harvey Chase), Barbara Read (Rhoda Cooper), Elisabeth Risdon (Cora Payne), Minna Gombell (Nellie Chase), Ray Mayer (Robert Cooper), Maurice Moscovitch (Rubens), Louise Beavers (Mamie).

Sinopsis:
Un anciano matrimonio reúne a cuatro de sus hijos, ya independizados, para comunicarles que están arruinados y los van a desahuciar en un plazo muy breve. Los hijos deciden entonces repartirse a sus padres: uno se queda con la madre y el otro con el padre, lo que supone un duro golpe para los ancianos, ya que han vivido juntos toda la vida. 

Comentarios:
Se ha apuntado hasta la saciedad, pero no me resisto a repetirlo: Dejad paso al mañana es, junto con la magistral Cuentos de Tokyo, de Yasujiro Ozu (obra para la cual el director japonés habría tomado como fuente de inspiración el propio film de McCarey), uno de los más sinceros y emotivos retratos que podemos encontrar en la historia del cine sobre la difícil situación de la vejez en el contexto del mundo moderno. Un hecho que puede resultar sorprendente teniendo en cuenta los años de producción de ambos títulos (1937 y 1953) pero que no hace sino constatar su condición de clásicos, tanto por la excelencia de su propuesta formal como por la plena vigencia de su contenido.
Efectivamente, tal como sucede con los personajes del film de Ozu, resulta imposible no reconocer en la pareja protagonista de la película, Barkley y Lucy Cooper (Victor Moore y Beulah Bondi) a muchos de los ancianos que podemos encontrar en nuestras ciudades (cuando no en nuestras propias familias), del mismo modo que (ay...!) tampoco es nada difícil vernos reflejados en algunas de las reacciones de los hijos a la hora de afrontar el problema que surge cuando se ven obligados a acoger a sus padres, después de que estos sean desahuciados por el banco de la vivienda en la que habían pasado los últimos cincuenta años de su vida (otra realidad nada extraña, por desgracia, para el espectador contemporáneo). Y es que el gran mérito de McCarey (y lo que confiere justamente a su película la condición de clásico) es reflejar con extrema sencillez y naturalidad una situación y personajes con una vigencia que los hace plenamente contemporáneos.


La secuencia inicial, en la que la pareja protagonista reúne a cuatro de sus cinco hijos para confesarles su situación, es ya absolutamente modélica en cuanto a la magnífica puesta en escena de McCarey: tras la llegada del mayor de los hijos, George Cooper (Thomas Mitchell), el film reúne a los seis personajes (el matrimonio, George y los otros tres hijos: Nellie - Minna Gombell -, Cora - Elisabeth Risdon – y Robert - Ray Mayer) en el salón familiar, en una escena que se desarrolla distendidamente hasta que el matrimonio expone a sus hijos el problema, momento en que los cuatro hermanos se alinean (físicamente) frente a los padres, poniendo en evidencia su reacción a la defensiva (cuando no de reprobación) ante lo que parecen considerar como un actitud indolente por parte de sus progenitores.
A partir de este momento, y después de que el matrimonio se vea obligado a separarse por primera vez en su vida (George y Cora, los únicos de los hermanos que se muestran dispuestos a acogerlos, sólo tienen espacio para un huésped en sus respectivas viviendas), asistiremos a la compleja relación entre los miembros de las familias que asumen la presencia de los abuelos poco menos que como un estorbo, cuando no simple y llanamente como una molestia que les ha caído en desgracia: “Ya tengo a la abuela en mi habitación. Con eso basta”, le espeta Rhoda (Barbara Read) a su madre, Anita (Fay Bainter), cuando ésta la sorprende descolgando el retrato del abuelo que Lucy había colgado en la habitación que comparte con su nieta; o, como vemos poco después, cuando la propia Anita lanza una mirada de reproche a su suegra por perturbar su clase de bridge con el sonido de su mecedora para, seguidamente, suplicarle a su hija que se lleve a la abuela al cine para poder proseguir con su lección sin más interrupciones.


Peor suerte le espera a Barkley, el cual, confinado en el apartamento de Cora (el único personaje quizá exageradamente odioso, para mi gusto), encontrará su único alivio a través de la relación de amistad que establece con el tendero del barrio, el señor Rubens (Maurice Moscovitch), con quien el protagonista reflexiona sobre la difícil relación entre padres e hijos: “Cuando crecen y no puedes darle tanto como a los otros, se avergüenzan de ti. Y si les das todo, les envías a la universidad, ¡también se avergüenzan de ti!”, concluye con lucidez Rubens ante su amigo.
Consecuentemente con el texto inicial de la película (en el que se adelanta una especie de actitud estoica sobre el problema planteado), McCarey filma el drama de la pareja protagonista sin estridencias, sin levantar la voz ni forzar el tono en ningún momento, lo cual, paradójicamente, no hace sino intensificar la emoción de la historia (como Ozu, McCarey es uno de los maestros del ‘menos es más’). La escena en la que la abuela Lucy descubre la carta de la residencia de ancianos (en donde George y Anita planean ingresarla) y la posterior conversación entre madre e hijo es un claro ejemplo de este estilo: la reacción de Lucy al encontrar la carta (la cámara se acerca en travelling hasta el rostro de la anciana para seguirla después hasta su mecedora), y la actitud avergonzada de George mientras escucha a Lucy pidiéndole que la lleven a la residencia (en un plano contrapicado del hijo que, paradójicamente, pone en evidencia la enorme debilidad del personaje frente a la entereza y sacrificio de la madre), es un claro ejemplo de esta puesta en escena, que culminará poco después con el magnífico plano en el que la sirvienta, Mamie (Louise Beavers), observa compungida el espacio vacío en la estancia después de que los mozos de carga se lleven la mecedora de Lucy (un plano que, de nuevo, nos remite al cine de Yasujiro Ozu, el maestro en la utilización del espacio vacío como elemento significante).


Condenados a pasar separados el fin de su existencia, Lucy y Barkley disfrutaran sus últimas cinco horas juntos (aprovechando el viaje de Barkley para ir a vivir a California con uno de los hijos) en una especie de segunda luna de miel en la que McCarey nos regala de nuevo un puñado de momentos absolutamente magistrales: Barkley entrando en una tienda con la excusa de mirar un artículo (cuando en realidad pretende ofrecerse para el puesto de dependiente anunciado en la entrada, en un último y desesperado intento para evitar la separación) mientras Lucy, en el exterior, avanza unos metros para no dejar en evidencia a su marido; el matrimonio, en el salón de baile del Hotel Vogard, a punto de besarse y finalmente desistiendo de ello ante la indiscreta presencia del espectador (a quien Lucy interpela dirigiendo su mirada directamente a la cámara); o, cómo no, la despedida de la pareja y el plano final de Lucy observando la partida del tren en el que viaja Barkley y girándose seguidamente para emprender un camino de no retorno en dirección opuesta. (David Vericat)
Recomendada.

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