Título original: Medea. Dirección: Pier Paolo Pasolini. País: Italia. Año: 1969. Duración: 110
min. Género: Drama.
Nino Baragli (Montaje), Ennio Guarnieri (Fotografía), Pier Paolo Pasolini,
basado en la obra teatral Eurpides (Guión),
Elsa Morante, Pier Paolo Pasolini (Música),
Dante Ferretti (Diseño de Producción),
Franco Rossellini, Marina Cicogna (Producción),
Klaus Hellwig, Pierre Kalfon (Producción
asociada), Carlo Tarchi (Sonido),
Piero Tosi (Vestuario), Marcella De
Marzi, Romolo Sensoli (Maquillaje), Dante
Ferretti, Nicola Tamburo (Dirección
artística).
Proyección en Sevilla: 16 Febrero 2019,
en Caixa Forum Sevilla.
Reparto:
Maria Callas, Massimo
Girotti, Laurent Terzieff, Giuseppe Gentile, Margareth Clémenti, Paul Jabara,
Gerard Weiss, Sergio Tramonti, Luigi Barbini, Gian Paolo Durgar, Luigi
Masironi, Michelangelo Masironi, Gianni Bradizi, Franco Jacobbi, Annamaria
Chio, Piera Degli Esposti, Mirella Pamphili, Graziella Chiarcossi.
Sinopsis:
Adaptación de la tragedia
griega de Eurípides en la que Pasolini muestra la trágica confrontación entre
dos culturas incompatibles: el mundo mágico e irracional de Medea y el mundo
racional de Jasón. Supuso la única incursión en el cine de la gran diva de la
ópera Maria Callas.
Fotograma de "Medea" |
Comentarios:
Los griegos de la época
clásica habían olvidado el origen de sus mitos, y trataban de entenderlos en
términos psicológicos, como advertencias sobre las consecuencias de la hybris
(es decir, la pasión desbocada que rompe el equilibrio del alma). Este enfoque
es el que ha prevalecido desde los tiempos de Eurípides hasta Freud.
Pasolini se acerca aquí
al mito desde un punto de vista esencialmente distinto, basado en las
concepciones que parten de la obra de James G. Frazer (cuya figura representa
para el campo de los estudios mitológicos lo que la de Darwin para la
biología). En “La rama dorada”, Frazer, como un arqueólogo de lo inmaterial,
rescató del olvido que el núcleo de las religiones primitivas de pueblos
agrícolas incluye el sacrificio de sus reyes sagrados (más adelante
reemplazados por sustitutos plebeyos) como rito propiciatorio de la fertilidad
de la tierra. A estos sacrificios rituales, y no a crímenes pasionales, aluden
los frecuentes episodios de muerte, desmembración y canibalismo que aparecen en
los mitos griegos, al igual que en los de otras culturas.
Fotograma de "Medea" |
“Medea” no es una
película fácil de ver, pero representa la cumbre de la imaginación visual de
Pasolini (y sus colaboradores): no tanto en términos de pura técnica
cinematográfica, sino de capacidad de recrear una realidad inaccesible. Los
estudios antropológicos y mitológicos hablan el lenguaje de la erudición o la
fantasía, pero el cine está condenado a lo concreto y Pasolini confecciona, en
las escenas de la Cólquide, una especie de documental imaginario en el que los
rituales del Neolítico y la Edad del Hierro se ofrecen a nuestros ojos llenos
de detalles y color: pieles y pedrerías, tocados y cornamentas, animales
domésticos, estelas, rostros, habitáculos, cuencos en los que se vierte un
corazón humano.
En la estética de
Pasolini, “pobre” nunca es sinónimo de “cutre”; por el contrario, el autor
escribe que ha aprendido de sí mismo.
Pasolini presenta a Jasón
como un héroe dual: educado en su niñez por el centauro Quirón en las creencias
“antiguas”, se convierte en la edad adulta en un griego “civilizado”, cuya
principal preocupación es la idea del poder (“que no existiría sin la idea del
mañana” según un verso del propio Pasolini). Por su parte, las enseñanzas de
Quirón pueden resumirse en este fragmento de los Diálogos con Leucò, de Cesare
Pavese: “En aquel tiempo la bestia y el pantano eran tierra de encuentro de
hombres y de dioses. La montaña, el caballo, la planta, la nube, el torrente
–todos existíamos bajo el sol. ¿Quién podía morir en aquel tiempo? ¿Qué es lo
que era bestial, si la bestia estaba en nosotros al igual que el dios?”.
Fotograma de "Medea" |
Jasón recorre la
distancia que media entre un país de hombres unidos a la tierra, que habitan
dentro de cuevas, en paisajes que son como fragmentos de cuerpos humanos, y
otro de ciudades ensimismadas, cercadas por muros tan altos como el cielo; como
estadio intermedio, una ciudad remota llena de cúpulas de adobe como pechos, de
la que parte una nave Argos más próxima al modelo de Thor Heyerdahl que al
hollywoodiense de Ray Harryhausen.
La “Medea” de Pasolini
arde con llamas frías: el autor (un italiano que no amaba la ópera) renuncia a
todo intento de empatía y también a la explotación teatral de la hybris, la
desmesura de los celos. Toda la violencia explícita de las escenas de la
Cólquide, desde el sacrificio ritual del mancebo elegido como sosias del
príncipe hasta el asesinato por Medea de este último, su propio hermano (en un
acto en el que la voluntad individual suplanta el significado religioso
primitivo), se vuelve hacia dentro en el desenlace, reposado y elíptico.
Habría que preguntarse
por qué Pasolini se acercó al mito de Medea: creo que no le interesó en tanto
que exploración personal (al modo de Edipo), sino como metáfora. Lo aborda como
hombre de su tiempo, con conocimientos y preocupaciones que solo coinciden parcialmente
con los de Eurípides o Seneca; él concibe el choque entre los griegos
civilizados y los bárbaros de la Cólquide con la conciencia crítica de un
observador de los procesos y consecuencias del colonialismo europeo
contemporáneo, de la explotación capitalista del hombre por el hombre.
Al principio Medea es una
mujer primitiva, unida a una naturaleza en la que todo es sagrado, a los ciclos
de la tierra y las estaciones (algo que Pasolini representa en toda su crudeza,
sin ninguna concesión al ecologismo new age); su relación con Jasón (que es
posible por la educación que este recibió de Quirón) la convierte en
“civilizada”, un sujeto individual capaz de desear, y de luchar para alcanzar
sus deseos. Pero la otra cara de esa civilización (cuando Jasón, obsesionado
por el trono, la abandona por la hija del rey de Corinto, de la que su propio
padre está secretamente enamorado) desencadena el conflicto trágico: no hay
vuelta atrás.
Como la mayor parte de
los humanos a partir de la segunda mitad del siglo XX, Medea ya no puede volver
al mundo sagrado, a su pasado agrícola en las cavernas de Anatolia; al mismo
tiempo, el mundo moderno, con su carrera hacia el poder y el éxito, tampoco le
ofrece ninguna salida. El sacrificio de su hermano, de sus hijos, que en las
formas más primitivas de la religión de su pueblo habría tenido sentido como
ritual de fertilidad y resurrección, tiende por el contrario a la extinción, el
desmoronamiento.
Fotograma de "Medea" |
Maria Callas, quizá la
mayor actriz trágica del siglo XX, comparece aquí no como actriz, sino como
mito viviente: ella es Medea desde la primera imagen en la que vemos su rostro
fragmentado, uno solo de sus ojos. Pasolini lo tuvo claro desde el principio:
“Esta barbarie que se halla en su interior más profundo, que se exterioriza en
sus ojos, en sus rasgos, pero que no se manifiesta directamente: al contrario,
su superficie es casi tersa; en suma, los diez años pasados en Corinto serían
la vida de Callas. Ella proviene de un mundo campesino, griego, agrario, y
después se ha educado para una civilización burguesa. Así pues, en cierto
sentido, he tratado de concentrar en su personaje lo que ella es, en su
compleja totalidad“.
Pero
el personaje con el que se identifica Pasolini es Quirón, el educador,
escindido en una dialéctica sin posible síntesis entre el mundo antiguo, lleno
de imágenes sagradas, y el mundo de la razón, en el que dios no existe.
Rebasada su infancia, cuando Jasón se vuelve al sentirse llamado, ve que es
Quirón quien le llama y que no hay un centauro sino dos: uno el que veía cuando
era niño, y otro el que percibe en su edad adulta. “No se trata de dualismo ni
de desdoblamiento; este encuentro o esta presencia de dos centauros significa que
la cosa sagrada, una vez desacralizada, no desaparece en absoluto. El ser
sagrado sigue yuxtapuesto al ser desacralizado. Quiero decir con ello que, al
vivir, he realizado un cierto número de cambios, de desacralizaciones (…), pero
lo que yo era antes de esos cambios, esas desacralizaciones, no ha
desaparecido”. Toda escritura es así, en realidad, reescritura que no llega a
borrar los trazos anteriores. Recomendada.
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