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miércoles, 28 de noviembre de 2018

Muere el maestro del cine italiano Bernardo Bertolucci a los 77 años.


Muchos años después, la Italia de Alfredo Berlinghieri y la de Olmo Dalcò siguieron cruzándose en las calles de cada ciudad y cada pueblo. La Italia del fascismo y el marxismo revolucionario, la de la lucha de clases; la de la Democracia Cristiana y el Partido Comunista; mucho más tarde, también habrían de verse las caras la del cierre de puertos y las llamaradas en Twitter con esa otra que, hasta la fecha, permanece en su casa en silencio. Bernardo Bertolucci, en una silla de ruedas y en plena pelea contra la enfermedad, ya no quiso hablar de aquella política que impregnó su colosal crónica histórica en Novecento. Todo se había vuelto algo más melancólico, incluso en el testamento de su poderosa obra: Soñadores (2003), una azucarada visión del mayo del 68, y su último filme, Tú y yo, de 2012, basado en una breve novela de Niccolò Ammaniti. Última frontera de una generación de descomunales cineastas italianos, Bertolucci apagó la luz el lunes a los 77 años en su casa del Trastevere romano.

Autor de El último tango en París, la propia Novecento o El último emperador, que obtuvo nueve Oscar en 1988, nació en Parma en 1940, en la Emilia Romania roja y partisana. Hijo del gran poeta Attilio Bertolucci y de la profesora Ninetta Giovanardi, fue íntimo amigo de Pier Paolo Pasolini, defensor a ultranza del Partido Comunista y ávido lector de los fundamentos del marxismo y el psicoanálisis. Un cocktail biográfico del que bebió toda su obra: una quincena de películas, entre producciones colosales y minúsculas, obras experimentales y más tradicionales. Fue guionista, productor, poeta y polemista. Y sobre todo, retrató con nitidez extraordinaria a los desheredados de este mundo —como la prostituta de la Cosecha estéril, su primer filme—, a seres en descomposición y a un cierto tipo de burguesía en pleno descubrimiento del fuego.

Bertolucci conoció casi por casualidad a la persona que más influencia tuvo en los inicios. Su padre había editado Ragazzi di vita a un joven autor llamado Pier Paolo Pasolini, que se había mudado al mismo edificio de Monteverde Vecchio donde vivían. El cineasta lo explicaba así en una entrevista con el actor James Franco en Il Corriere della Sera: “Con 21 años me lo encontré delante de la puerta y me dijo: ‘Eh, te gustan las películas, ¿verdad? Porque voy a rodar una y quiero seas mi asistente de dirección. Se llamará Accattone’. Le dije que nunca había hecho ese trabajo, y me respondió que él tampoco había dirigido ninguna película”. La cosecha estéril, luego, partió de una historia del propio Pasolini.

Bertolucci supo impregnar su cine del aroma de las innovaciones de la Nouvelle Vague francesa, que destripó atornillado durante horas en las butacas de Cinémathèque parisina en los años sesenta. Ahí vio de cerca el mayo del 68, que vivió también intensamente en Italia y retrató en Soñadores. No hubo en su cine estudios ni aprendizaje técnico. Al principio, como vio hacer a Pasolini, renunció incluso a actores profesionales y flirteó con las corrientes experimentales.

El pasaporte al cielo lo expidió El último tango en París, su sexta película. La más cruda y polémica. Todavía más cuando se supo que había pactado con Marlon Brando la famosa escena de los abusos sin que Maria Schneider lo supiese. Sus lágrimas eran tan reales e imprevistas como la mantequilla con la que Brando la sodomizaría en la película. Lo reconoció el mismo Bertolucci, pero su director de fotografía, el gran Vittorio Storaro, lo negó después ante el escándalo suscitado.

La película, estrenada en 1972, se prohibió en España hasta el 16 de enero de 1978. En una entrevista en el diario EL PAÍS de 1985 el cineasta explicó otra casualidad que marcó el filme: “Es un monstruo prehistórico del cine del pasado. En principio, no lo iba a interpretar él. Los actores elegidos eran Jean-Louis Trintignant y Dominique Sanda, pero Trintignant era un tímido y no se atrevía a hacer las escenas de la casa abandonada y ella estaba preñada, así que tuve que renunciar a los dos”.

El último tango... le sirvió a Bertolucci todo el crédito para rodar Novecento, un viaje a su tierra natal para narrar la lucha de clases. Una descomunal crónica de las primeras cinco décadas de la Italia del siglo XX que parte del 27 de enero de 1901, día en que murió a orillas del río Po Giuseppe Verdi. Muy cerca de ahí, nacieron también los dos amigos —uno hijo de terrateniente y el otro de labriegos— que protagonizan el filme y que representarán durante tanto tiempo después esas dos Italias.

Una epopeya (314 minutos y originalmente concebida en tres partes), producida por Alberto Grimaldi y surtida de grandes estrellas de Hollywood como Burt Lancaster, Robert De Niro o un Donald Sutherland que ponía rostro a un fascismo con algunos tics no tan lejanos. Su influencia recorrió los dormitorios de media Italia, donde colgó durante años el cuadro Il quarto stato, de Giuseppe Pellizza da Volpedo, que ilustraba el inicio del filme y su cartel. También los mostradores del registro civil, donde toda una generación de padres de la progresía inscribió a su vástago como Olmo, el personaje con el que Gerard Depardieu dio vida al revolucionario hijo de campesinos.

Novecento fue la afirmación definitiva de la transversalidad de Bertolucci, también a un lado y otro del Atlántico. Pero el reconocimiento en Hollywood llegó con El último emperador (1987), la trágica y novelesca historia de Pu Yi, el último representante de la dinastía manchú, quizá una de sus obras menos profundas, pero la única que le ha valido a un director italiano el Oscar. El cielo protector (1989) o El pequeño Buda (1993) fueron la continuación de aquella manera de ver el cine que fue volviendo cada vez más la vista atrás con filmes como Belleza robada (1997). El lunes ante su muerte solo hubo una Italia. La de políticos, como el propio presidente de la República, Sergio Mattarella, artistas y cineastas que lloraron la pérdida del último emperador del cine europeo. (Daniel Verdú)

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