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sábado, 26 de mayo de 2018

Los estrenos en Sevilla de 25-05-2018


7 películas se estrenan el 25 de mayo de 2018 en la cartelera cinematográfica de Sevilla. Tres producciones son francesas, una estadounidense, una británica, una italiana y una australiana. Esta semana se queda sin editar en la cartelera sevillana el thriller estadounidense “Blanco perfecto” (Downrange) (Ryuhei Kitamura, 2017) y el drama polaco “Playground” (Bartosz M. Kowalski, 2016), presentado en la sección oficial del Festival de San Sebastián 2016. Algunas ausencias que lamentamos y vayamos con el repaso semanal de lo estrenado en Sevilla.       


Caras y lugares. (Francia, 2017). Dir. Agnès Varda & JR.   
Presentada en la sección oficial (fuera de competición) del Festival de Cannes 2017. Mejor Documental en el Festival de Toronto y nominada al Oscar 2017 a Mejor Película Documental.
Documental en el que colabora la veterana directora Agnès Varda y el artista gráfico urbano y fotógrafo JR.
Armada con una ligerísima cámara Mini DV, Agnès Varda logró, con “Los espigadores y la espigadora” (2000), uno de esos trabajos que, bajo su modestia militante, sembraban la posibilidad de un cine futuro sin olvidar la memoria del medio: incluso los cronogramas precinematográficos de Étienne - Jules Marey eran invocados en la libérrima estructura de una película entendida como cuaderno de notas abierto al azar. La cineasta registraba la anticipación de un inmediato porvenir colectivo, definido en la precariedad, al filmar a quienes subsistían recogiendo las sobras de la sociedad del exceso y, al mismo tiempo, se autorretrataba como una auténtica espigadora de imágenes, capaz de articular sentidos a partir de la heterogeneidad de sus materiales encontrados. Integrada en el relato, Varda reflexionaba sobre el paso del tiempo, daba rienda suelta a su capacidad para el juego y se revelaba como gran retratista al natural: alguien capaz de escuchar y extraer la esencia de quienes se colocaban frente a su objetivo.
“Caras y lugares” parece una consecuencia natural de ese trabajo: la asociación creativa entre la cineasta y el artista JR –cuya obra se fundamenta en la colocación de fotografías de grandes dimensiones sobre espacios públicos- coloca el foco sobre uno de los múltiples rostros de una obra tan rica como “Los espigadores y la espigadora”, al explorar la fusión entre territorios y las identidades que los habitan. La película es, así, un nuevo cuaderno de viaje, cuyas estaciones de paso van siendo transformadas por instalaciones artísticas efímeras que siempre están al servicio de una idea pertinente, el recuerdo de una ausencia o una reivindicación, ya sea esta la de una resistencia numantina en una comunidad vaciada, la de la fuerza colectiva de los trabajadores de una empresa, la de la cultura ganadera no cegada por una productividad mutiladora o la importancia (totémica) de las mujeres que están al lado de los estibadores de Le Havre.
Lo único que se podría reprochar a este trabajo excelente es que haga demasiado evidente la construcción de esos momentos en los que Varda y JR funcionan como reflexiva pareja cómica. Y ese incrementado tono de buenrollismo que hace temer que, tras cualquier esquina, pueda aparecer James Rhodes dispuesto a entregar el premio a la croqueta del año. El chasco godardiano en el desenlace acude al rescate de ese azar que definió, de principio a fin, el recorrido de la germinal “Los espigadores y la espigadora”. Recomendada.



Disobedience. (Reino Unido, 2017). Dir. Sebastián Lelio.
Película que tuvo una presentación especial en el Festival de Toronto.
Drama con elementos de homosexualidad, interpretado por Rachel Weisz, Rachel McAdams, Alessandro Nivola y David Olawale Ayinde.
No resulta demasiado complicado entender por qué Rachel Weisz llamó al chileno Sebastián Lelio para dirigir la adaptación de la primera novela de la autora británica Naomi Alderman, publicada en 2006: al igual que “Gloria” (2013) y “Una mujer fantástica” (2017), “Disobedience” es una historia que sintetiza la dinámica del melodrama en el pulso entre el deseo (femenino) y la ley (patriarcal). Al igual que Marina Vidal, la heroína de “Una mujer fantástica”, Ronit Krushka, el personaje que aquí interpreta Rachel Weisz, es alguien que reclama su derecho al duelo en un entorno que se manifiesta hostil: el círculo familiar y religioso de ese difunto padre rabino del que la protagonista se desafilió cuando decidió emprender una vida independiente en Nueva York como artista de la fotografía, lejos de esa opresiva ortodoxia religiosa de la comunidad judía londinense.
Lelio es consecuente con su discurso y también especialmente meticuloso en la descripción de ese ambiente helado, donde las mujeres parecen habitar, en interiores, unos limbos de aislamiento que se dirían la versión contemporánea de una pintura de Vilhelm Hammershøi. Lo que activará el conflicto será la reactivación del deseo que Ronit vivió en su adolescencia por su amiga Esti Kuperman –una magnífica Rachel McAdams, que se ajusta sus pelucas como quien se ciñe una mordaza o una renuncia vital-, casada hoy con un amigo de juventud de las dos llamado a ser el heredero en la sinagoga del legado y la autoridad del rabino muerto.
Un sermón en el clímax que entra y sale de foco, mientras las lágrimas afloran en la mirada de Esti, aporta el gran pico de fuego expresivo en esta película notable, si bien algo forzadamente circunspecta, en la que Lelio pierde algo de identidad en la traducción. Recomendada.



Sweet Country. (Australia, 2017). Dir. Warwick Thornton.
Premio Especial del Jurado en el Festival de Venecia 22017.
Inspirada en una historia real sucedida en el interior de Australia en 1929, western enclavado en los años 20, protagonizado por Hamilton Morris, Bryan Brown, Sam Neill, Thomas M. Wright, Matt Day y Ewen Leslie.
Pocas películas australianas hay célebres donde la influencia del paisaje no sea esencial. Hasta alcanzar el terreno de lo ancestral, de lo sobrenatural, de lo infeccioso. Un estado de insuperable afectación al que ya se acercaron cineastas tan distintos como Nicolas Roeg, Ted Kotcheff, Peter Weir, Lee Tamahori y Ray Lawrence en obras inolvidables como “Walkabout”, “Despertar en el infierno”, “Picnic en Hanging Rock”, “Guerreros de antaño” y “Lantana”, y al que ahora regresa el cineasta local Warwick Thornton con la notable “Sweet Country” y de innegable título irónico: un salvaje western inspirado en una historia real, acaecida en el periodo de entreguerras del siglo XX, que nos retrotrae a un tiempo de despiadada discriminación de la población aborigen, por desgracia, aún no superado del todo.
El rojo de la sangre y el blanco de la inocencia, desprendidos de una superficie árida, polvorienta y maléfica, son los tonos protagonistas de una película marcada por el aislamiento social, por el tiránico reino del hombre blanco frente al negro, y, ya en lo formal, por la sistemática de narración y montaje de uno de los directores antes citados, el británico Roeg y su cut-up: esa técnica de montaje heredera de la literatura, aunque pergeñada por los dadaístas en los años 20, mediante la cual una secuencia pierde su linealidad temporal para, en un nuevo orden que poco tiene de caprichoso y mucho de poético, adquirir un nuevo significado o una lectura a la que no se hubiera llegado si se hubiese montado de un modo cronológico.
Western de escapada y de búsqueda, como tantos otros de John Ford y de Budd Boetticher, de “Centauros del desierto” a “Seven men fron now”, “Sweet country” adquiere de este modo los tonos líricos que Roeg imprimió a su “Walkabout”, también con protagonismo aborigen, con esos planos a medio camino entre el inserto desconcertante y la desestructura narrativa, que o bien adelantan algún aspecto del futuro o retroceden hasta un implacable aspecto del pasado de los personajes. Y desembocando en una última parte del relato marcada por el drama judicial, donde quizá surge la única tacha de una película cerca de lo excelente. Un error de guion que provoca que en el proceso por asesinato el juez deba averiguar hechos que, salvo un único dato clave, el espectador ya conoce. Y, al hacerse demasiado hincapié en ello, el tiempo del juicio se hace innecesariamente moroso. Recomendada (con reservas).



Han Solo. Una historia de Star Wars. (EE.UU., 2018). Dir. Ron Howard.
Presentada en la Sección Oficial (fuera de concurso) del Festival de Cannes 2018.
Precuela de la saga Star Wars, en la que se conocen los primeros pasos que dio el personaje de Han Solo, interpretada por Alden Ehrenreich, Emilia Clarke, Donald Glover, Woody Harrelson, Thandie Newton, Phoebe Waller-Bridge, Warwick Davis, Clint Howard, Paul Bettany y Richard Dixon. 
Lo fácil sería afirmar que resulta imposible que una película por la que han pasado varios directores, que se ha enfrentado a despidos y a cambios de reparto y que supuestamente ha rehecho bastante más de la mitad de lo que ya se había filmado, pueda estar cerca de la excelencia. Lo fácil sería decir que es improbable que un personaje inmortal alcance en una historia sobre su juventud la mítica de su ascendente y más cuando su intérprete es una leyenda en sí mismo. Pero solo hay que recordar lo que ocurrió en el rodaje de “Lo que el viento se llevó”, o lo que logró Robert De Niro con el Vito Corleone de la segunda entrega de “El padrino”, para confirmar que en esto del cine nadie sabe nada y que incluso de los terremotos laborales puede surgir una obra maestra. ¿Palabras mayores? Sí, por supuesto, pero la saga galáctica también forma parte de esa liga de palabras mayores, y Han Solo, como se ocupa de subrayar su subtítulo, es Una historia de Star Wars.
De modo que abordemos la película que es, y no la que hubiera podido ser, y desprendámonos de los prejuicios en torno a la aureola de un personaje fascinante, porque el trabajo de Alden Ehrenreich, sonrisa carismática, gesto burlón, heredero de Harrison Ford, quizá sea lo mejor de la función, Eso sí, de una función desteñida, en tiempos de ausencia de riesgo, y de errónea concepción artística en relación con su tono narrativo.
Al mando de un académico como Lawrence Kasdan, guionista de “El imperio contraataca”, el relato de Han Solo regresa a la linealidad temporal, y al clasicismo original de las aventuras espaciales que articulaban la primera trilogía de la saga. Aunque, como se ocupa de resaltar el texto del prólogo, ataviado con un espíritu de salvaje Oeste, que lo hace entroncar con el género, en cierto modo, hermano del que inspiraba la concepción original de George Lucas: el cine de samuráis.
Así, pese a algún apunte inicial de corte social, con esas secuencias de colas de refugiados que podrían servir de metáfora de la realidad contemporánea, la historia de Kasdan apela a la aventura y al western clásicos para conformar una película que, en su visualización posterior, Ron Howard y sus ayudantes artísticos se ocupan de emborronar. Porque, frente al romanticismo de la pareja de protagonistas, plena de química entre Ehrenreich y Emilia Clarke, la imagen de Han Solo está presidida por un infecto tono marrón: en los escenarios, en la escala fotográfica e incluso en el vestuario. Particularidades formales que podrían encajar en un western crepuscular, de tiempo que se agota, pero nunca en la desprejuiciada space opera que se supone que había escrito Kasdan, de época que comienza.
Mientras, Howard aporta su experiencia como narrador, pero, como nunca fue nadie en materia de cine de acción, despliega en las secuencias de lucha y combate una puesta en escena y un montaje añejos, sin chispa ni garra. Un aire frustrante del que solo se escapa en la media hora final, gracias a la ambigüedad de dos de sus personajes —uno en el sentido más macarra del término, al estilo del salvaje Oeste que debería ser toda la película; y un segundo en un sentido más trascendente—, y a un escenario que sin ser nada del otro mundo, un simple cielo azul, acaba otorgando luz a una innecesaria oda al color marrón gris. No Recomendada.



El doctor de la felicidad. (Francia, 2017). Dir. Lorraine Levy.
Comedia francesa interpretada por Omar Sy, Ana Girardot, Alex Lutz, Hélène Vincent, Pascal Elbé y Audrey Dana.
Omar Sy ha alcanzado el estatus de «Intocable», la película que lo lanzó a la fama. Encasillado en sí mismo en papeles que domina, el actor francés es aquí un granujilla reconvertido en médico, con o sin título, que ve en el noble arte de curar la oportunidad de hacer dinero. Su personaje llega a un pueblecito con la misma capa que Juliette Binoche en «Chocolat». Tiene un don para calar a la gente y el encanto de utilizarlo sin resultar cínico. En el fondo es un hombre bueno que hace el bien, quizá para un propósito equivocado. El problema de la película es que, del alcalde al cartero, todo los habitantes de Saint-Maurice son tontos, digámoslo sin tapujos. Si tienen una poción mágica, como los vecinos de Astérix, la fórmula es un desastre. El cura (Alex Lutz) es una caricatura. Se salva la chica guapa, por supuesto, encarnada por Ana Girardot.
Con todo, la historia es simpática y sencilla, aunque no ayude la fórmula americana, pseudocapriana, ni el tono de falsete, sobre todo porque no estamos ante una comedia decidida o que genere unas ganas irresistibles de reír. Quizá acuse en exceso el origen teatral de la historia (y del reparto), escrita y dirigida por la directora Lorraine Lévy a partir de una popular obra de Jules Romains. Tanto, que el texto había sido adaptado en otras tres ocasiones, la última en 1951, justo cuando está ambientada esta versión. Omar Sy, como es natural, es el más negro y menos oscuro de los cuatro protagonistas. No Recomendada.



La chica en la niebla. (Italia, 2017). Dir. Donato Carrisi.
El novelista Donato Carrisi dirige la adaptación de su propia novela "La chica en la niebla".
Premio Menor Director Novel en los Premios italianos David di Donatello.
Thriller italiano interpretado por Toni Servillo, Alessio Boni, Lorenzo Richelmy, Jean Reno, Galatea Ranzi y Greta Scacchi.
El elefantiásico auge en todo el mundo de la novela de tintes negros que aúna crímenes, deducción y misterio está llevando a que ciertas tramas se parezcan tanto entre ellas que, al ser llevadas al cine, junto a sus peculiaridades ambientales y de tono, resulte inevitable emparentarlas. Incluso a pesar de la dificultad de que se hayan podido contagiar las unas con las otras, como es el caso de las relatadas en la novela italiana “La chica en la niebla”, publicada por Donato Carrisi en el año 2015, y en la española “El guardián invisible”, escrita por la española Dolores Redondo en 2013.
Desaparición y muerte violenta de una adolescente, en una intriga que termina relacionándose con otros crímenes anteriores; pueblo pequeño alejado de la urbe donde todos se conocen; paraje natural de fuertes implicaciones de corte atávico; destellos mágicos de superstición y brujería, e investigador policial tan obsesionado por el caso que acaba resucitando sus propios fantasmas del pasado. Aspectos que comparten ambas novelas y, por supuesto, sus dos adaptaciones homónimas: la de Fernando González Molina en el caso de la española, y la del propio escritor Carrisi, en su debut como director, en el de la italiana.
Eso sí, con una clara diferencia: “La chica en la niebla” lleva a un desenlace tan rocambolesco, barroco e inverosímil en términos de cotidianidad, sentido común y plausibilidad, que Carrisi hace bien desde el inicio en narrar su historia alejándose del realismo y acercándose a la fábula de corte onírico y alucinatorio, como un hitchcock de bolsillo y un tanto de saldo. Un distanciamiento de la materialidad que alcanza a la fotografía y a la dirección artística, e incluso a sus intérpretes. Aunque uno de los principales problemas de su película sea que cada una de sus actuaciones parezca estar anclada en un método distinto y Carrisi no haya logrado unificarlas: desde la sobreactuación casi guiñolesca de Toni Servillo y Galatea Ranzi, hasta el naturalismo de Alessio Boni.
Algo que no evita que, gracias a la malsana fascinación que desprenden este tipo de casos, y a la interesante reflexión sobre la influencia del sensacionalismo y de los medios de comunicación, de los que se puede aprovechar hasta la policía para manejar tiempos y acabar provocando errores en los sospechosos más cercanos, como hemos visto en recientes casos reales de la vida social española, “La chica en la niebla” nunca deje de interesar. Si luego su churrigueresca conclusión es tragable o intolerable deberá resolverlo cada uno, pero lo más probable es que los amantes del best seller tengan suficiente con su entretenido pasatiempo criminal de más de dos horas. No Recomendada.



Corporate. (Francia, 2016). Dir. Nicolas Silhol.
Drama francés sobre el mundo del trabajo, interpretado por Céline Sallette, Lambert Wilson, Stéphane De Groodt, Yun Lai y Hyam Zaytoun.
El concepto de rentabilidad vigente en las últimas décadas es una espada de Damocles que pesa sobre casi todos los que trabajan para cualquier empresa. La gestión de esa amenaza corre a cargo habitualmente del departamento de Recursos Humanos, el que encabeza la protagonista de la ópera prima de Nicolas Silhol, que cuenta en clave de thriller la encrucijada laboral y moral que sobresalta su exitosa carrera en relación a uno de los empleados sobrantes, uno de esos que no cumple los objetivos y víctima, como tantos otros, de maquiavélicos mecanismos de aislamiento y eliminación de práctica habitual.
Emilie, el personaje que encarna con sobria brillantez Céline Sallette, se pone a prueba a sí misma a la hora de asumir las consecuencias mal calculadas de sus decisiones y de sostenerlas o rebatirlas ante una cúpula directiva de escasos o nulos escrúpulos, capaz de poner en marcha un plan que antepone la sumisión y los beneficios a cualquier otra consideración. Intranquilizador retrato del mundo en que vivimos. No Recomendada.


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