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sábado, 9 de mayo de 2015

Mandarinas, de Zaza Urushadze



Título original: Mandariinid (Tangerines). País: Estonia. Año: 2013. Duración: 83 minutos. Género: Drama. Dirección y Guión: Zaza Urushadze. Fotografía: Rein Kotov. Música: Niaz Diasamidze. Productor: Coproducción Estonia-Georgia; Allfilm / Georgian Film. Estreno en España: 30 de abril de 2015.
Intérpretes: Lembit Ulfsak,  Giorgi Nakashidze,  Misha Meskhi,  Elmo Nüganen,  Raivo Trass.

Sinopsis:
La historia se desarrolla en los albores de los noventa, durante la guerra de Abjasia, que enfrentaba a Georgia con la región separatista que da nombre al conflicto. A pesar del peligro, un hombre estonio, Ivo (Lembit Ulfsak), resuelve quedarse en el pueblo en el que vive para ayudar a su amigo Margus (Elmo Nüganen) con la cosecha de mandarinas. No queda casi nadie, todos han vuelto a la república báltica. Un día frente a su casa, después de una escaramuza militar, dos soldados resultarán heridos e Ivo decide brindarles sus cuidados. Uno checheno —mercenario contratado por las fuerzas abjasias— y el otro georgiano. Ambos tendrán que compartir techo e Ivo buscará la manera de que no se maten entre ellos y de que no pongan en peligro su propia vida por haberles salvado.

Fotograma de "Mandarinas"


Comentarios:

Nos encontramos ante una de las cinco películas nominadas a Mejor Película de Habla No Inglesa en este 2015 (primera nominación al Oscar para el cine estonio), habiendo alcanzado previamente otra nominación en la misma categoría en los Globos de Oro.
Tal como dice el crítico cinematográfico Andrés Tallón Castro, su director Zaza Urushadze nos presenta un relato lineal en lo argumental y lo narrativo, raso, sin artimaña alguna; apelando a eso que a veces parece olvidarse en el séptimo arte: contar una historia. Un humilde alegato antibelicista, palpable desde el primer minuto, pero que quizá se entienda mejor como una fábula sobre la bondad del ser humano en contraposición con su naturaleza violenta. O posiblemente, tan solo una parábola sobre la naturaleza del ser humano, para que cada uno determine de qué pie cojea nuestra especie.


Desde nuestra atalaya en el Cáucaso observamos, al son de una suave melodía folclórica punteada con lirismo (banda sonora a cargo de Niaz Diasamidze), la estupidez de la guerra. En una aldea prácticamente abandonada, en apenas hora y media, el realizador estonio expone, tirando de términos estadísticos, sus conclusiones generales para todos los enfrentamientos a partir del estudio de una muestra. Un par de casas, un par de amigos, un par de heridos, un par de bombas y unas cuantas aves de paso configuran las variables de un microcosmos que detalla una barbarie universal. Para muchos historiadores, humanistas e investigadores la civilización occidental tiene su acto fundacional en la Guerra de Troya, la guerra misma es considerada como algo inherente al ser humano. Un rasgo más que nos distingue de los animales. “El ser humano es el único primate que se dedica a matar a sus congéneres de forma sistemática, a gran escala y con entusiasmo” decía el escritor alemán Hans Magnus Enzensberger en uno de sus escritos. No hay evidencia científica alguna que reconozca que somos violentos, parece exponer Urushadze. Es en esa afirmación final del director cuando cobran importancia la paleta de grises, apagados hasta entonces por el maniqueísmo de los tonos blancos y negros. Cualquiera puede “convenir” que el hombre es malo relacionando acontecimientos trágicos a lo largo de su historia. Pero el interrogante que proyecta Mandariinid es otro: si el hombre es malo por la evidencia de sus conductas (violaciones, homicidios…) ¿Cómo interpretar los axiomas contrarios que suponen los actos de indulgencia, caridad, amor y conciliación? Esa incógnita está supeditada en el filme a la evolución de los personajes (en especial la de ambos heridos) y al juicio que emita el espectador una vez los créditos se superpongan al plano general final. 

Fotograma de "Mandarinas"

Las sombras de los mísiles y las balas, de las bombas y los tanques se ocultan en las tinieblas que nacen de la tolerancia y el perdón. Ivo es un personaje que en su laconismo se erige como un animal interpretativo que, sin alzar la voz, clama por un mundo menos irracional. Carga con un pasado sombrío, casi hermético –salvo por una foto de su nieta–, que el espectador no descubrirá hasta el final. Parece atormentado, en comunión con el paisaje que le rodea. Hasta el último suspiro no descubriremos cual es el motor de sus actos, no sabremos donde se asientan sus principios. Es, precisamente, en ese héroe donde reside el secreto de Urushadze, que cuenta una historia humanista sin asomo de análisis políticos o causales; pese a exponer, tanto el checheno como el georgiano, los motivos que les llevaron a coger las armas. Filmada con una templada puesta en escena, sin atisbo de artificios y pirotecnias, al punto de tirar un camión por un barranco y alegar Ivo, tras la sobriedad del suceso y la ausencia de explosión, “el cine es un gran engaño”. Un ejemplo de la sencillez de los trazos a pesar de la tensión narrativa. Un fado lento orquestado con pulso. Es cierto, peca de previsible. Uno sabe de dónde vienen los tiros (nunca mejor dicho), hay puntos de inflexión del guion que vienen coreados por los instantes previos. Escapa de las cotas de lo sublime y sus visos de gran película están en estrecha relación con su lugar de procedencia y su contexto. También es cierto que hay elementos que rozan algo más que la canónica excelencia, como la citada banda sonora o la interpretación de Lembit Ulfsak. Todo suma. Sin duda no era la cinta más fuerte para alzarse con la estatuilla dorada. Pese a ser oro puro para la Academia, (ya saben, un anciano en medio de un conflicto bélico puede desatar más de un llanto) es posible que muchos de sus miembros no la hayan visto. Independientemente de los galardones fue un mérito en sí mismo que, casi contra pronóstico, se colase en la terna final esta declaración pacifista.
 
 

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