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jueves, 21 de mayo de 2015

La belleza de... Ida, de Pawel Pawlikowski



Título original: Ida. Dirección: Pawel Pawlikowski. País: Polonia. Año: 2013. Duración: 80 minutos. Guión: Pawel Pawlikowski y Rebecca Lenkiewicz. Producción: Marcel Slawinski y Katarzyna Sobanska. Fotografía: Ryszard Lenczewski y Lukasz Zal. Montaje: Jaroslaw Kaminski. Dirección Artística: Jagna Dobesz. Diseño de Vestuario: Ola Staszko. Música: Kristian Eidnes Andersen.

Intérpretes: Agata Kulesza (Wanda), Agata Trzebuchowska (Anna/Ida), Dawid Ogrodnik (Lis), Jerzy Trela (Szymon), Adam Szyszkowski (Feliks), Halina Skoczynska (Madre Superiora).

Si en una película nos suele deslumbrar una decoración cuidada de potente colorido y original punto de vista, no es menos cierto que una belleza simple y desnuda también nos puede cautivar. Es el caso de Ida, que destaca por la belleza de su sobriedad y el magnetismo de sus personajes centrales: Anna, una joven novicia polaca, deberá conocer a su tía Wanda, su única pariente viva, antes de tomar los votos como monja; así descubrirá que es judía y que su verdadero nombre es Ida; juntas se embarcan en un viaje para encontrar los restos de sus padres.


La película se encuentra completamente alejada del preciosismo. No hay nada de artificio, nada superfluo. De hecho, el director, Pawel Pawlikowski, ha confesado haber eliminado los planos más ornamentales y, a tenor del resultado, podemos decir que ha acertado. También prescindió del abuso de diálogos explicativos: en los silencios el espectador construye las motivaciones y empatiza con los sentimientos.

Y la sobriedad alcanza además a las decisiones sobre la cámara: se opta por cámara fija con la excepción de algún travelling lateral (cámaras subjetivas en dos de los desplazamientos de Ida) y con la excepción de la inestable cámara que antecede a la protagonista en la secuencia final (no podía ser menos que inestable).

Esta cámara fija elige con frecuencia encuadres amplios y, aunque nos muestre planos medios o primeros planos, las figuras suelen aparecer ancladas a la parte inferior de la pantalla, descentradas e incluso con cortes del rostro poco ortodoxos.


Resultan curiosas las secuencias que transcurren en el interior del coche. Es verdad que las dos protagonistas comparten plano a lo largo de la película, pero dentro del automóvil aparecen en planos distintos y, en una única ocasión, en el mismo, si bien con posiciones divergentes (Ida acaba de descubrir qué papel desempeñó Wanda como fiscal del Estado), como si se quisiera dejar patente las diferencias entre ellas: diferencias entre la actitud vital de cada una y diferencias respecto a lo que buscan en el viaje que emprenden. 


Este viaje conllevará preguntas y respuestas, expresas algunas y otras implícitas en la acción,  no sólo dirigidas a sus orígenes sino también a sus luchas personales (identidad natal versus religión, por un lado, familia versus lucha política, por otro)  y al proceso de conocimiento mutuo.

Cuando su periplo concluya y se vayan a separar, la cámara sí las recoge juntas, apenas las siluetas desde atrás, con el oscuro pasado a las espaldas y saliendo a la luz, aunque el final del trayecto signifique cosas muy distintas para ambas, “contaminada” cada una con la personalidad de la otra.



El silencio termina por apoderarse de la película, ya que muy poco se habla en su último tercio. Ida, en el convento: miradas, risas y pensamientos son transparentes. Wanda, con su soledad, más gravosa que nunca. Las palabras que más resuenan son las últimas de Ida, “¿Y luego? (…) ¿Y luego?”, planteando así, con toda sencillez, su conflicto y, por extensión, el conflicto existencial.




2 comentarios:

  1. Qué bien escribes Isabel! Haces un magnífico análidis de la película y de su belleza.Ana

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  2. Gracias, Ana. ¿No será que tú eres muy amable? Por cierto, un detalle de gran belleza que no he comentado: la vidriera. ¿Se puede resumir en menos el carácter de la madre de Ida?

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