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lunes, 3 de noviembre de 2014

Mitos en el cine: el "doble"

      El motivo del “doble” (o del “otro” o del “gemelo”) ha sido uno los temas favoritos de la historia del cine.  A veces representado con la figura dual de uno de los dioses más misteriosos del panteón romano primitivo, Jano, el de doble rostro, cuyo templo solo se abría en tiempos de guerra, la literatura clásica ha explotado por lo general el motivo del “doble” en su vertiente humorística.  Los cientos de películas que explotan enredos entre gemelos, suplantaciones e incluso transformaciones más o menos divertidas remontan a las comedias del griego Menandro, aunque es mucho más conocida la comedia latina, en especial los Gemelos de Plauto.  Pero todos ellos, tanto griegos como romanos, se miran en el modelo del antiguo mito de Anfitrión: el cornudo esposo de Alcmena, a la que sedujo Zeus adoptando la apariencia de su marido mientras éste guerreaba y con la que esa misma noche, regresado ya del combate, yació él también, con el resultado de un doble nacimiento: Ificles, mortal e hijo de Anfitrión, y Heracles, su medio hermano, semidiós e hijo de Zeus.  



Entre las grandes películas que han jugado con este enredo de los “dobles” ¿cómo no citar Ser o no ser (1942), de Lubitsch, o El gran dictador (1940), de Chaplin?  Y si sumamos el motivo del travestismo (que tampoco falta en los mitos, ni siquiera en el de Heracles) o las metamorfosis, ahí tenemos Con faldas y a lo loco (1959), de Billy Wilder, o, en un tono menor, las Tootsies (1982) o los “profesores chiflados” que pululan por el mundo desde el de Jerry Lewis (1963), o incluso el musical, como, de Blake Edwards, Víctor o Victoria (1982).  En algunos de estos filmes, el equívoco de “los dobles” puede estar al servicio de una historia con carga política, como es el caso del de Chaplin, que desarrolla el motivo del “rey suplantado por su doble”.  Es la clásica leyenda de El prisionero de Zenda (la de Richard Thorpe, de 1952, la mejor versión), casi siempre con moraleja provechosa y triunfo del amor, o en clave puramente dramática y en la variante de “el príncipe y el mendigo”, Kagemusha, de Akira Kurosawa.  



Pero no es la faceta “cómica” del mito del “doble” la que más le ha interesado al cine.  El “Doppelgänger”, como lo llaman en Alemania, es “el doble que camina” inquietante a nuestro lado, el otro que acompaña tercamente a lo largo de la vida, con lo que entramos en una dimensión más profunda y oscura que pertenece al ámbito del suspense, del drama psicológico y del cine fantástico y de terror.  Se trata de una dimensión que tampoco desconocía el mito antiguo: es Narciso que se ahoga intentando atrapar su propia imagen reflejada en las aguas del río, o el adivino Tiresias, castigado con la ceguera pero premiado con la videncia por haber conocido la existencia como hombre y como mujer: solo a él le fue permitido mantener la lucidez y la conciencia de sí mismo tras la muerte.   



En este aspecto la leyenda llega al cine muy influida por la literatura del siglo XIX: El doble, de Dostoievski, y los relatos de E.T.A. Hoffman y Edgar Allan Poe, en especial, de este último, William Wilson, cuyo argumento, el doble maligno que siempre se anticipa al protagonista y que perece con él, se convierte en el guión de un clásico del cine alemán: El estudiante de Praga (Stellan Rye y Paul Wegener, 1913, y el “remake” expresionista de Henrik Galeen, 1926).  Pero en el clásico de los clásicos el doble no es ya sino el propio yo siniestro, que rompe las ataduras morales con la ayuda de una pócima (la primera versión cinematográfica de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, de Robert Louis Stevenson, mejor que muchas posteriores, es la de Rouben Mamoulian: El hombre y el monstruo, 1932), aunque puede aflorar por el mordisco fatal de una bestia, como en todas las versiones del mito del licántropo u hombre-lobo (el "Licaón" de la mitología clásica), o por una maldición familiar, como en la fantástica “serie B” La mujer pantera (1942), dirigida por Jacques Tourneur e interpretada por Simone Simon.



Podríamos seguir hasta el infinito… Muerto Sócrates hace siglos y su ingenuo “intelectualismo moral” (el mal sería un simple problema de ignorancia), a comienzos del siglo XXI sabemos que la conciencia humana tiene luces, sombras y penumbras que tienen poco que ver con la razón, y al cine esto le ha parecido fascinante.  Por ello el viejo mito vuelve a aflorar, además de en el terror, en dramas psicológicos como Inseparables (1988), de David Cronenberg, en el suspense, como en Vértigo (1958) o Psicosis (1960) de Hitchcock, o en el cine “de autor” europeo, que intenta penetrar en su secreto desde las obsesiones personales de cada director: las dos Verónicas, la francesa y la polaca, de La doble vida de Verónica (1991) de Kieslowski, o –tenemos que poner punto final, pero podéis seguir con el recuento– los rostros de Elizabeth (Liv Ullman) y la enfermera Alma (Bibi Andersson) fundiéndose en uno solo en Persona (1966) de Ingmar Bergman.



Para profundizar en esto del mito y el cine un buen comienzo es: J. Balló y X. Pérez, La semilla inmortal. Los argumentos universales en el cine, Anagrama, Barcelona, 2010.

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