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miércoles, 1 de octubre de 2014

Sobre Stanislav Lem, "El congreso" y la ciencia ficción


 
Título: “El congreso” (“The Congress”).  País: Israel, Alemania, Polonia, Luxemburgo,  Bélgica, Francia. Año: 2014.  Duración: 123 minutos.  Guión y dirección: Aris Folman, adaptación de The Futurological Congress, de Stanislav Lem. Fotografía: Michael Englert. Música: Max Richter. Animación: Yoni Goodman. Reparto: Robin Wright, Harvey Keitel, Jon Hamm, Kodi Smit-PcPhee, Danny Huston, Sami Gayle,   Michael Stahl-David, Paul Giamatti. Palmarés: Austin Fantastic Fest (mejor película, guión y actriz protagonista), Sitges (premio de la crítica), Premios del Cine Europeo (mejor película de animación), Tokyo Anime Award (mejor largometraje).

Sinopsis: La actriz Robin Wright (interpretada por ella misma) recibe, entrada ya en la cuarentena, una oferta definitiva de los estudios Miramount: la venta de su identidad para emplear su doble digital, inmune al paso del tiempo, en películas de diversos géneros, incluida la ciencia ficción.  Veinte años después, al finalizar el contrato, la Robin de carne y hueso regresa de su retiro para acudir a un inquietante congreso sobre el futuro en el que le proponen dar un paso más allá.

Vaya por delante la ficha de esta interesante y galardonada –aunque tampoco “magistral”– película, que se está exhibiendo en nuestra ciudad desde mediados de septiembre.  No pretendo, sin embargo, añadir una crítica más a las muchas que podéis encontrar en internet y en las revistas de cine, aunque sí justificar por qué la alabo pero le niego lo de “magistral”.  Si la veis (o la habéis visto ya), lo tendréis claro.  Es una película valiente, en la que el director israelí Aris Folman, que viene avalado por el éxito en el campo de la animación de su “Vals con Bashir” (2008), se atreve a combinar animación con actores y escenarios reales en una reflexión sobre el futuro del cine y de la propia condición humana.  ¿Por qué no “magistral”?  Porque tras una primera parte soberbia, con escenarios –el hangar surrealista en el que vive Robin con sus dos hijos junto a las pistas del aeropuerto– y secuencias inolvidables –el mano a mano entre Keitel y Wright en el proceso de digitalización de toda la gama de afectos de la actriz–, la hora de animación –barroca, excesiva más bien, y llena de guiños cinematográficos e históricos, de Kubrick a Confucio pasando por Marilyn–, así como la historia de la relación entre madre e hijo, no terminan, a mi modo de ver, de encajar muy bien.  Uno sale del cine agotado, hasta mareado, algo molesto –esto es muy personal, lo siento– por cierto tufillo a Malick –sin redenciones, eso sí–, pero consciente de haber visto algo único y con ganas de volver a visionar en casa la segunda hora con el mando a distancia en la mano para darle al “pause” e identificar referencias.
Stanislav Lem

Mi reflexión es sobre todo acerca de Stanislav Lem (1921-2006), el gran maestro polaco de la ciencia ficción.  Aparte de rarezas cinematográficas sobre las que os podéis documentar en diveros sitios web (por ejemplo, en http://cinemania.es/noticias/viaje-stanislaw-lem-en-5-peliculas/) y si dejamos de lado “El congreso”, Lem es conocido en el mundo del cine por las dos versiones en celuloide de su obra mayor, Solaris: la de Andrei Tarkovsky (1971), obra de culto entre cinéfilos, y la de Steven Soderbergh (2002), protagonizada por George Clooney.  Como la de Aris Folman, las dos versiones de Solaris se alejan sobremanera de los presupuestos de Lem: la de Tarkovsky, porque se impregna de la religiosidad y del personalísimo “tempo” cinematográfico del genio ruso; la de Soderbergh, porque renuncia a la metafísica de Tarkovsky y a las paradojas y las andanadas antiacadémicas del relato original para convertirse en una tragedia amorosa bastante plana (“hasta donde yo sé” –sentenció el propio Lem al respecto– mi novela se titula Solaris, no Amor en el espacio exterior).  Ahora bien, si la ciencia ficción de Lem parece condenada a la infidelidad de sus adaptadores, lo cierto es que Tarkovsky y Folman sí se mantienen fieles al escritor polaco en dos aspectos esenciales: su conciencia artística –la exploración formal, cinematográfica más que literaria, claro– y su afán de utilizar la oportunidad única que brinda el género para ofrecer una reflexión sobre el ser humano.  La baja calidad literaria y el ceñirse al puro relato de aventuras fueron precisamente las acusaciones que Lem formuló contra la ciencia ficción norteamericana y que le valieron en 1976 su expulsión de la SFWA (“Science Fiction and Fantasy Writers of America”).
Cartel original de "Solaris" de Andrei Tarkovsky

    Los grandes relatos de Stanislav Lem, como la propia Solaris (1961), Edén (1959), El invencible (1964), Retorno de las estrellas (1961), La voz de su amo (1968)  o las series de narraciones protagonizadas por el piloto Pyrx o el astronauta Ijon Tichy, entre ellos El congreso de futurología (1971), exploran, casi siempre con un tono satírico y un hondo pesimismo sobre la condición humana, el mundo de la cibernética y el contacto con civilizaciones alienígenas, subrayando la incapacidad del hombre para superar sus limitaciones intelectuales y sociales y para comprender y comunicarse con lo que existe más allá de sus narices.  Se trata de un mensaje pesimista, sumamente crítico con las aspiraciones de la ciencia, sobre el que merece la pena reflexionar cuando hace pocos días Stephen Hawking exponía su concepción de un universo cognoscible y asequible para el entendimiento humano.  Lejos de Lem, Tarkovsky convirtió el planeta Solaris, ese absoluto impenetrable ante el que se estrella toda la bibliografía “solarística” (léase la espléndida novela), en un ser cuasidivino que enfrenta a quienes se le acercan con sus propios fantasmas interiores.  Folman, también por sus fueros, plantea el fracaso de la humanidad y su disolución en una química virtual que se vincula con “el final del cine como lo conocemos”.  Sea como fuere y con todo mi cariño hacia tantas y tan buenas películas de ciencia ficción puramente “aventurescas” que tantos y tan buenos ratos me han dado, ¡qué placer constatar que Lem, como Frank Herbert, Ray Bradbury y tantos otros, todavía siguen vivos en este género!

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