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miércoles, 7 de diciembre de 2011

Cine y televisión: ¿tocino y velocidad para cinéfilos?




Que el televisor de nuestra doméstica salita y el proyector en una sala de cine – algunas, por cierto, más próximas al diminutivo de las primeras, en la actualidad – permitan visionar una película, sin más y así planteado, os podrá parecer una perogrullada del calibre 44, como los Magnum de Harry Callaham.

Que el más pardillo de los cinéfilos pueda, sin embargo, admitir la comparación entre las dos citadas formas como medio para acceder al cine, en su calidad de mayor espectáculo del mundo, es otro cantar, y no precisamente el de Mio Cid.

Que no tiene nada que ver el incomparable ritual de llegar a una taquilla, sacar la entrada con tiempo suficiente para asegurarse óptima acomodación, comprar algunas chocolatinas en el ambigú (lo de las palomitas es una horterada moderna, además de molesta) y arrellanarse en una butaca del pasillo central, con llamar a la “aquí mi señora” con un presuroso: “¡Chatiiii, deja el fregao que va a empezar la peli en la sexta...!”.

Que, apenas se apagan las luces en el cine (lo de sala es otra horterada, también moderna), y siente uno ese estremecimiento entrañable y antiguo, ora al rugido del león de la Metro, ora a los haces al cielo de la Fox, no es con mucho lo mismo que mandar callar a los niños que aún no han parado de porculizar lo suficiente, hacer oídos sordos a quién prefería seguir viendo el puñetero concurso - cuando no el reality show -, recibir en plena materia gris la primera andanada de anuncios gilipollescos, apenas han transcurrido escasos minutos del metraje (y como preludio de los dieciocho mil que quedan antes del the end), y un largo, penoso, funesto y deprimente etcétera, es algo patente, aunque no esté patentado.

Que no son suficientes las paridas técnicas creadas para la audio-visualización casera, que permiten, entre otras supuestas virguerías: cepillarse los anuncios, retrasando los programas o algo por el estilo y no tan fácil como echar a freir un huevo, por cierto; pantallas de ochenta pulgadas, cuando no un cañón que ni los de Navarone; tropecientos mil hachezetas (que no son indios de tribu alguna, como entendí yo al principio); sistemas de audio, no ya cinco punto uno, sino siete mil puntos y comas o dieciocho millones de puntos y apartes; colocar el led o el plasma, más ultrafinos si cabe que las modernas compresas - con o sin alas éstas, no los televisores, que también saldrán -, a la distancia exacta desde el butacón de la salita, para evitar cenar sopa de píxeles, en lugar de las de letras o estrellitas de toda la vida; y otro largo y prolijo – como los manuales que acompañan a dichos aparatos – etcétera. Que no son suficientes esas cosas, decía, antes de perderme con tantos anacolutos, para suplir ni por asomo a la magia bendita de irnos al cine.

Que no hay color entre ambos medios, aunque sea para ver una película en blanco y negro, en cuanto a las condiciones mínimamente exigidas por todo cinéfilo de pro, y no de tres al cuarto, que también haylos, Porque la televisión, por mucho que haya supuesto una parida cercana al mundo de la magia, en cuanto a su concepción como invento para profanos - como un servidor - en virguerías tecnológicas, ha aparejado, no obstante, una de cal y otra de arena para el desarrollo cultural de sus usuarios, con más abundancia de la segunda –no cadena, sino arena – en los tiempos actuales.

Son dos medios, en suma, que han progresado, a mi juicio, de manera diametralmente opuesta. Mientras el cine lo ha hecho aprovechando los avances de la técnica para el enriquecimiento del contenido, con la mayor calidad visual y sonora al servicio de lo que se nos cuenta, la televisión – fondo de saco en el que todo vale -, ha seguido un proceso a la inversa recurriendo a sus avances – algunos infames, como los mensajes subliminales - para prostituir sus contenidos, incluyendo a nuestras películas, a las que maltrata restándoles grandiosidad, corticheando sádicamente las cintas y exhibiéndolas como reclamo en función de la publicidad y para el “deleite de la chusma” - como decía Peter Ustinov en su inefable Nerón de “¿Quo vadis?” -, tan poco exigente en lo que le echen, como el cineasta Ed Wood con el acabado de sus escenas (pedazo de cita de cinéfilo pardillo aspirante a cátedra).

Se ha pasado - ya que hemos evocado a la antigua Roma - del “panem et circenses” al “pan (de bimbo, con salsa o tomate) y televisión (basura, con escoba y recogedor)”.


6 comentarios:

  1. (2 de 2)
    Ni que decir tiene que esto lo digo para el visionado del DVD o grabaciones hechas desde internet, con películas que se bajen, fórmula esta última a la que nos tendremos que atener a partir de ahora (con webs legales claro, es decir, de pago). Yo pocas veces veo una película que venga de la propia programación televisiva, pues no puedo con los cortes publicitarios y tolero mal los doblajes (busco siempre V.O). Solo lo hago con algún film especial que tenga en la agenda y que no encuentre por otro sitio (aunque ahora en internet se encuentra todo)

    Me he pasado toda la vida yendo al cine y, cuando era más joven, medio vivía en la filmoteca, allí en Madrid (aquellos dorados años estudiantiles y veinteañeros). Hoy, veinte años después, y con la cuarentena estrenada hace dos años, reconozco que, aunque sigo yendo al cine, soy sobre todo un adicto a ver películas en casa, hasta ahora en DVD, sacadas de mil lugares distintos. Más que “la película” me veo “packs” de películas (de 15 en 15 o de 20 en 20), me puedo pasar hasta tres días encerrado. Tengo cuadernos en los que voy haciendo anotaciones de cada peli: ficha, resumen, valoraciones, me encanta hacer esto, y es el único modo de que no se te olviden (aconsejo). El psicólogo que me lleva la terapia dice que acabaré superando la adicción…

    Bromas aparte, pues no recomiendo tragarse 20 películas seguidas a nadie - aunque yo lo haga-, sí hay que decir que más vale que nos vayamos acostumbrando a estos recursos (Luis, no va a quedar otra, por desgracia) pues el cine, tal y como lo conocemos hoy, parece que tiene los días contados (no voy a poner la mano en el fuego). Algo, por muy fascinante que sea, si deja de reportar beneficios, desaparece, a no ser que la administración se haga cargo del asunto, lo cual, deduzco, acabará siendo la única opción viable. Y esperemos que no se esfumen también los libros…

    De todos modos, Luis, estando de acuerdo en todo lo que dices, hay un punto en el que volvemos a colisionar. ¿Qué me dices del fútbol? Esos maravillosos partidos de la Champion, o los Madrid – Barça (creo que hoy, o mañana), esas tardes mágicas, llenas de color, con la cervecita, las tapitas y el apoyo de la radio, por no hablar de esa sublime vibración atmosférica de los pitidos callejeros al acabar el partido…
    (Al final lo tuve que estropear, con lo bien que iba…)
    Un saludo, Galo.

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  2. Entiéndeme con humor eso de la “sala”, estaba bromeando, así como lo último. Dejar constancia de que me gustó lo expuesto en tu entrada y que comparto casi todo lo que dices (por si hubiese alguna ambigüedad).
    Un abrazo. Galo.

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  3. Amigo Galo: acabo de leer tus comentarios, después del acueducto y, lo primero, me he sentido un tanto incómodo por esa sensación de tío prepotente que puedo haber dado, tanto a ti, aunque no lo manifiestes -, como a otros amigos y compañeros, considerando horteradas asuntos tan fútiles y subjetivos como denominar salas a las salas de cine – valga la redundancia -, o comer palomitas en lugar de chocolatinas.

    ¿Sabes que pasa? Pues que por razones que hasta yo mismo desconozco, he devenido en un “clásico” en los gustos personales, adjetivo muy distante de “rancio”, aunque algunos los relacionen. Porque no es lo mismo “Ciudadano Kane” (un clásico donde los haya), que “El último cuplé” (un rancio de pitón a rabo). Y así, he manifestado a lo largo de mi vida, en lo que se refiere a dichos gustos, una clara tendencia a rechazar lo que se denominan “espectáculos enlatados”, osease aquellos que se desarrollan o visualizan fuera de sus ámbitos naturales, o en cualquier caso para los fueron creados.

    La televisión, es el medio por excelencia de hacer llegar a todos los confines del planeta los contenidos más variopintos en ese apartado del espectáculo. Ciñéndonos a paridas “nobles” que incluir en esta acepción – en sus diversos ámbitos - desde lo artístico a lo deportivo –, y dejando a un lado aquello de “espectáculos de mal gusto”, siempre he preferido degustarlos en su vertiente “en vivo y directo”.

    Fui, sin embargo, pionero en adquirir un equipo Yamaha 5.1 cuando salieron al mercado, y entre mis distintas y variadas aficiones, colecciono amplificadores Pioneer de gama alta, desde que hace la pila de años compré un primer modelo “made in Japan”.
    De hecho, un saloncito de mi casa – que es la tuya – tiene instalaciones dignas de una sala – sí, una sala – “como” las del Nervión Plaza y he visto desde mi sofá muchas películas que podríamos calificar de “planas” – en el buen sentido de la palabra – en cuanto al apartado “grandiosidad”. Y a eso me refería yo con esta entrada, que puedo ilustrarte con un ejemplo: nunca olvidaré mi asistencia al estreno de “Lawrence de Arabia” en el cine Cervantes - no precisamente una sala, ni mucho menos salita - en los años sesenta. A los primeros sones de timbales de la partitura de Maurice Jarre - que se desarrollaba sin imagen como había decidido David Lean, pero con el cine en penumbras – se abrían lentamente los cortinajes de damasco rojo en el proscenio... Transcurrida la obertura musical, se iluminaba la pantalla con las secuencias de Peter O`Toole y el rugido del motor de su NSS100 con la que encontraría la muerte. Poco después, la imágenes por el desierto a la salida del sol. Para un cinéfilo, pardillo o no, orgasmo puro...

    Esa afición de preferir – con mucho – los espectáculos en directo y no enlatados, la hago extensiva al fútbol, ya que también lo mencionas. Soy socio – o mejor sería decir sufridor - bético desde los dieciocho años, pero me gusta verlo en el estadio. Y por el mismo motivo: el ritual. Desde comprar las pipas en el kiosco junto al campo, a departir con los amigos en voladizo y vitorear a los jugadores cuando saltan al césped... Rituales.

    Espero y deseo que estas aclaraciones suavicen el tono algo altisonante de mi entrada, así como respondan a tus atinados, ponderados e interesantes comentarios, que aprecio, respeto y hasta, como ves, comparto. Un abrazo.

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  4. Ningún problema, Luis. Yo bromeaba con lo de las salas. Comparto tu opinión sobre la telebasura y que es infinitamente mejor ver la peli en el cine, no cabe duda. Aunque es cierto que como uno quiera meterse un poquillo más a fondo con el tema, las salas o cines, o como los queramos llamar, se quedan cortos, no en calidad, pero sí en contenidos, pues solo proyectan los films del momento.

    Si alguna vez decides meterte en serio con el tema te darás cuenta de que para controlar un poco lo que se hace hay que recurrir a otros medios, primero porque solo llegan a la cartelera una parte de las películas que circulan por el mercado mundial, en función a intereses diversos (distribuidoras, salas, etc) y, segundo, porque es la única vía (DVD o internet) para acceder a lo que ya se ha hecho.

    Si tenemos en cuenta que el cine va sumando décadas y nuevas regiones del mundo a su universo, nos percatamos de que se acumulan miles de películas – considerando solo las que son aceptables y merecen la pena de ser vistas- , las cuales nunca vuelven a una sala comercial. Es cierto que hay ciudades como Córdoba, Madrid, etc que tiene filmoteca pero, aun así, uno no puede estar esperando a que suene la flauta para que algún año te pongan un ciclo de lo que quieres ver.

    Por otro lado, el mercado del DVD parece que se va a extinguir, por lo que solo va a quedar la vía de internet. Vivimos en un tsunami que se mueve a mucha velocidad y todo cambia con una rapidez de vértigo. Si he de ser sincero, no sé cómo todavía los cines se tienen en pie. Te (os) puedo decir que el Avenida, que es el cine que nos pone en Sevilla pelis en versión original, sobrevive gracias a subvenciones del programa Media europeo. Me temo que tan solo quedarán uno o dos cines por ciudad y controlados por los ayuntamientos y las comunidades autónomas, como un organismo más de la administración.

    Hace poco llegó una web, “Netflix”, legal, que suministra todo tipo de películas. Creo que tiene dos fórmulas a elegir: el envío del DVD a casa o el visionado directo desde la web en tu TV, en lo que se conoce como streaming. Aunque esto pueda parecer algo de “marcianos japoneses” creo que los entendidos empiezan a decir que puede acabar suplantando a la propia televisión. Consulta (consultad) en google la entrada Netflix y veréis los artículos que publican.

    En fin, Luis, un mundo descontrolado en el que todo va más deprisa de lo que nos gustaría y movido siempre por el salvaje mercado. Confío en que este salto que vamos a tener que dar todos posea calidad y, sobre todo, no nos meta en otra de esas encerronas con las que nos consiguen sacar más dinero sin tener alternativas.

    Un abrazo. Galo.

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  5. Totalmente de acuerdo contigo y tu perfectamente argumentado comentario. Y ahí radica la sensación chunga que nos va quedando a los “clásicos” con este tema del cine, en cuanto nos estamos volviendo nostálgicos no de ver buen cine, sino por la forma de verlo – incluyendo esos rituales, que en mi infancia llegaban a ser mágicos – como si comulgaras la película, materializando la fantasía que desde sus orígenes consiguió el cine, a mi juicio, como ninguna otra expresión artística. Y eso, amigo Galo, cuando se trata de recrearlo “con tos sus avíos” ha de hacerse en condiciones óptimas, que no siempre podemos conseguir en instalaciones caseras como a las que yo me refería jocosamente en esta entrada a nuestro blog.

    Además, el virtuosismo técnico con se realizan hoy día las grandes producciones, resultan algo fascinante si se visualizan en “pantalla grande” – como suele decirse para abreviar – y que incluyen, en las modernas y bien acondicionadas salas, todos los requisitos para que se dé el cine en la modalidad espectáculo a que me refería. Si bien la alusión a mi experiencia con “Lawrence de Arabia” en el cine Cervantes puede verse hoy desfasada, te podría poner muchos otros ejemplos y más actuales sobre ese cine a que me refería y que requiere para su pleno disfrute de unas instalaciones acordes y especializadas. A bote pronto, recuerdo como me impactó el desembarco de Normandía de “Salvar al soldado Ryan”, cuando la vi por primera vez en el Alameda Multicines, aunque ya tiene sus añitos.

    He tenido la reciente experiencia de revisar mi filmografía favorita, casi a película diaria durante año y medio, para darla a conocer a otra persona “cinematográficamente analfabeta” – no se me ocurre otra expresión - por razones culturales de su país de origen, y puedo decirte que he sufrido viendo algunos de mis títulos predilectos “en pantalla chica”, a pesar de las cuarenta pulgadas del Sony Bravia, ubicado a menos de cuatro metros del sofá, y con el audio 5.1 del Yamaha, con los bafles a las distancias reglamentarias, iluminación adecuada, etc. Me faltaba ese algo que sólo una sala de cine – y mejor los salones de antaño, aún sin las dotaciones actuales – nos ofrecían a los clásicos, incluyendo el simple hecho de “entrar en el cine” con independencia incluso al tamaño de la pantalla. Qué le vamos a hacer. Porque, como bien dices, habrá que irse acostumbrando a lo que hay. Otro abrazo.

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  6. Estamos de acuerdo. Y hay películas que se adaptan mejor al formato TV y otras peor (Las de paisajes espectaculares o imágenes grandiosas, tipo “El árbol de la vida”, etc, peor)

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