Título
original: Emily. Dirección: Frances
O'Connor. País: Reino Unido. Año: 2022. Duración: 130 min. Género:
Drama.
Guión: Frances O'Connor. Música: Abel Korzeniowski. Fotografía: Nanu Segal. Producción: David Barron.
Sección Oficial del
Festival de Cine de Sitges 2022.
Fecha del estreno: 13 Enero 2023 (España).
Reparto:
Emma Mackey, Adrian Dunbar, Oliver
Jackson-Cohen, Gemma Jones, Fionn Whitehead, Alexandra Dowling, Amelia Gething,
Sacha Parkinson, Philip Desmeules, Gerald Lepkowski, Elijah Wolf, Veronica
Roberts, Cara Foley, Paul Warriner, Emma Harbour.
Sinopsis:
'Emily' cuenta la vida
imaginada de una de las autoras más famosas del mundo, Emily Brontë. La joven,
que falleció a la temprana edad de 30 años, fue una rebelde e inadaptada a su
tiempo y encontraría su voz al escribir el clásico literario 'Cumbres borrascosas'.
La película explora las relaciones que la inspiraron, tanto con sus hermanas
Charlotte y Anne como con su malogrado primer amor, además de la especial
amistad y complicidad que le unían a su inconformista hermano Branwell, a quien
Emily idolatraba.
Comentarios:
Del mismo modo que
Flaubert es Emma Bovary, Emily Brontë siempre tuvo mucho de Heathcliff, el
asilvestrado y oscuro protagonista de Cumbres borrascosas, la novela
romántica inglesa por antonomasia y la primera y única de su célebre autora.
Emily Brontë fue una joven muy alejada de la coqueta postal de campestres
mujercitas que su hermana Charlotte se encargó de divulgar tras la precoz
muerte por tuberculosis de Emily en 1848, a los 30 años. El debut en la
dirección de la actriz australiano-británica Frances O’Connor —conocida por dar
vida a Fanny Price en la versión de 1999 de la novela de Jane Austen Mansfield
Park— indaga en el enigma de una escritora cuyas rarezas la convierten en
una adelantada a su tiempo.
En su recreación del mito
de las Brontë, O’Connor no cae en el presentismo. Tampoco en los guiños fáciles
al público actual. Pero sí introduce aspectos biográficos que han ido tomando
protagonismo en los últimos tiempos. Emily no es un biopic al uso, sino una
ficción que indaga en la verdadera naturaleza indómita de la escritora y en sus
lazos familiares, especialmente en la figura de su hermano Brandwell, el mimado
de los Brontë, que acabó arrastrado por su adicción al alcohol y al opio. Con
él, Emily siempre mantuvo una relación especialmente cómplice.
Con todas sus torpezas
(innecesarios subrayados musicales, brochazos a cámara lenta…), Emily atrapa al
espectador porque logra recrear un entorno familiar nada idílico y por el
retrato que logra la actriz Emma Mackey de la escritora, una mujer cuya
introversión rozaba lo patológico. Eso, según las últimas investigaciones,
podría deberse a que incluso padecía síndrome de Asperger.
La elección de Mackey es
arriesgada y un acierto. En principio, parece demasiado alejada del estereotipo
que asociamos a la época victoriana, algo que sí cumple el resto del reparto.
Pero según avanza la película, su belleza representa muy bien el ensimismado e
iracundo carácter de la escritora, su desajuste con la realidad. Una mujer que
se educó en un ambiente puritano y severo del que huía gracias a su fértil
imaginación y a su simbiosis con los verdes valles de Yorkshire, esa conexión
con la naturaleza que, según el poeta Ted Hughes, escondía el secreto de la
intensidad erótica de su obra.
La pregunta a la que
intenta responder el filme la pronuncia su hermana Charlotte cuando Cumbres
borrascosas ya se ha publicado: “¿De dónde salen tus historias?”. El libro,
que firmó un año antes de su muerte bajo el seudónimo de Ellis Bell, fue
tachado de depravado e inmoral para resucitar años después convertido en el
clásico que aún es hoy. La tímida hija de un clérigo había transgredido los
códigos victorianos para adelantarse a su tiempo con una historia de amor loco
y fantasmagórico. Una novela que atraviesa Emily y sus pasiones secretas, de la
sombra del incesto al insondable paisaje que vio nacer al cruel y atormentado
Heathcliff. (Elsa Fernández-Santos)
Ramona, una mujer de
cuarenta años, vive sumida en un contexto laboral y personal tenso y precario
en un pueblo de la costa gallega. Hace malabarismos con múltiples trabajos para
mantenerse a flote y proporcionar un futuro mejor a su hija Estrella. Pero
cuando Estrella está preparada para tomar su propio camino, Ramona se da cuenta
de que, por primera vez, puede hacer algo por sí misma.
Comentarios:
El primer largometraje de
Álvaro Gago Díaz recoge la esencia de su cortometraje anterior, también
titulado ‘Matria’ y con el foco en el mismo personaje, Ramona, y mismo lugar y
ambientes, en un pueblo costero de Galicia. Moldea la historia de esta mujer y
sus circunstancias con enorme atención a lo precario de su vida, a sus rutinas
laborales y emocionales, a su peripecia vital de un día a día que la asfixia,
con una pareja lamentable y una hija adolescente ‘yéndose’ que intensifica sus
desvelos…, una historia como otras mil, sencilla, reconocible y a la que le da
sentido la interpretación de María Vázquez, una actriz lo suficientemente trabajada
y capaz como para darse cuenta de que tenía en Ramona un personaje único (como
tantos otros) y que debía entrar en él como un vendaval.
Aunque suene algo gastado
en estos tiempos de carriles, ‘Matria’ es una película de mujeres y social, en
la que el concepto ‘matria’ tiene un sentido que sobrepasa el ‘chuli-piruli’
con el que se viene usando en lugares y por gentes que lo desconocen, pero que
en Ramona tiene un sentido pleno, de tierra, de mar, de raíz, de superación,
casi de poesía amarga: trabaja en una fábrica de conservas, sale a faenar con
los marineros, limpia casas, tiene humor, vitalismo, responsabilidad y tesón
para seguir en la lucha… ¿por quién y para qué?
El guion y la cámara de
Álvaro Gago construyen bien los momentos y las hebras de la trama para que
María Vázquez construya a su vez al personaje y sus sentimientos, que los vocea
en ocasiones sin necesidad de decir apenas nada: uno entiende tan bien el
interior día y el interior noche de esta mujer que llega a la conclusión de que
sí, es una película de mujeres, pero lo es más aún de personas, de gente. Una
película en continuo movimiento pausado, que sigue a su personaje como las de
los hermanos Dardenne a los suyos y que tiene un contacto lejano pero
sentimental con la ‘Jeanne Dielman’ de Chantal Akerman (con un plano homenaje
de ella pelando patatas).
Hay otras historias en
‘Matria’ que no se cuentan, aunque se apuntan, la de la hija, la hermana, las
compañeras de trabajo…, pero la más recóndita e interesante es la de ese hombre
anciano y solo a cuya casa va a echar unas horas de limpieza, un tipo sereno,
acabado, cabal que interpreta, muy, muy bien, Eduardo Rodríguez Cunha (Tatán) y
que le pone otro condimento a la mera confrontación hombre-mujer o
proletario-burgués, que es el mucho más filosófico y profundo de viejo-joven. (Oti
Rodríguez Marchante)
Título original: Harper. Dirección: Jack Smight. País: USA. Año: 1966. Duración: 121
min. Género: Policiaco.
Guión: William Goldman (basado
en una novela de Ross MacDonald). Fotografía:
Conrad L. Hall. Música: Johnny Mandel. Producción: Elliott Kastner (Warner
Bros).
Nominada a Mejor Guión (drama)
por el Sindicato de Guionistas (WGA) 1966.
Fecha del estreno: 16 Octubre 1966 (España).
Reparto: Paul Newman, Lauren Bacall, Julie Harris,
Shelley Winters, Robert Wagner, Janet Leigh, Arthur Hill, Pamela Tiffin, Robert
Webber
Sinopsis:
Un investigador privado
de Los Ángeles es contratado por la esposa de un multimillonario que ha
desaparecido misteriosamente. Tras las primeras pesquisas, lo que a priori se
planteaba como la ausencia voluntaria de un extravagante ricachón, empieza a
complicarse.
Comentarios:
Tras la pobre experiencia
personal de Paul Newman filmando ‘Lady L’ (Peter Ustinov, 1965), film que el
propio actor consideraba un disparate, aquél buscaba desesperadamente un nuevo
proyecto en el que trabajar para recuperarse, algo ambientado en la actualidad.
La adaptación sobre una de las novelas de Ross Macdonald, ‘The Moving Target’,
escrita por el ilustre William Goldman, uno de los guionistas más respetados de
la historia, convenció enseguida al actor, qué por supuesto se reservaba el
papel principal, sugiriendo incluso el cambio de apellido en el mismo.
Así pues el Lew Archer
literario se convertía en Lew Harper. La razón es una anécdota intrascendente
pero curiosa. El actor tenía un par de películas cuyo título principal
comenzaba por la letra H, por lo que ‘Harper, investigador privado’ (‘Harper’,
Jack Smight, 1966) pasó a convertirse en el tercer título de su filmografía con
dicha característica. La suerte volvió a acompañarle, puesto que el film fue un
éxito internacional cosechando excelentes críticas que resaltaban esa vuelta al
Film Noir de los años 40.
Precisamente una de las
principales características del novelista Ross Macdonald es que es considerado
por muchos como una especie de sucesor de los muchos más conocidos Dashiell
Hammett —precisamente el nombre de Archer fue tomado de uno de los personajes
de ‘El halcón maltés’ (‘The Maltese Falcon’, John Huston, 1941)— y Raymond
Chandler. Goldman le adapta con minuciosa precisión, con una de esas tramas
detectivescas tan enrevesadas en las que es fácil perderse si no se está
atento. Una trama que comienza con un caso en apariencia sencillo —la
desaparición de un importante hombre, no demasiado querido a su alrededor— para
ir complicándose cada vez más.
Secuestro, asesinato y
tráfico de inmigrantes se esconden bajo el denso argumento de una película que
adapta de forma fenomenal el espíritu de los años cuarenta a los sesenta. Para
ello Jack Smight, director no demasiado conocido y que aquí firma el que muy
probablemente sea su mejor trabajo, cuenta con nada menos que Conrad L. Hall en
su primer gran trabajo en la fotografía, captando a la perfección los distintos
ambientes que frecuenta Harper en su investigación. De la fastuosa mansión del
hombre desaparecido a garitos de dudosa reputación en los que prácticamente se
respira el humo de tabaco, mientras Smight mueve con inusitada elegancia su
cámara.
Durante los títulos de
crédito, en los que Harper se levanta y se prepara un curioso café, el
personaje queda definido por sus actos y escenario. Harper es un antisocial, un
detective poco querido, solitario, con una vida poco menos que desastrosa. Vive
en su propio despacho, totalmente desordenado, reflejo tal vez de su caótica
vida personal, en la que destaca su triste relación con su esposa (Janet
Leigh), que continuamente le pide el divorcio y éste se niega a darle. Una
relación que alcanza su máxima descripción en su reencuentro nocturno, aquel en
el que Harper la necesita para sentirse realizado después de haber recibido una
paliza.
‘Harper, investigador
privado’ es un film con una violencia bastante fuerte, soterrada en sus
imágenes —salvo el impactante momento que enfrenta a Harper con uno de sus captores
y el brutal golpe que le da en la cabeza— pero sugerida en sus diálogos, en las
escondidas intenciones de casi todos sus personajes, ni uno sólo digno de
elogio, incluido el que hace Lauren Bacall, esposa del desaparecido, y que en
tres secuencias llena la pantalla, homenajeando ciertos aspectos argumentales
de ‘El sueño eterno’ (‘The Big Sleeo’, Howard Hawks, 1946), uno de los films que
hizo al lado de su querido Humphrey Bogart.
Paul Newman se pasea por
el film con una autosuficiencia que a veces resulta un poco molesta,
concretamente en los instantes en los que se burla de determinados personajes
—una fugaz Shelley Winters haciendo de veterana actriz alcohólica y glotona,
por ejemplo— con una risita un poco insoportable; por supuesto el personaje no es
ningún ejemplo a seguir ni pretende caer bien al público, así que la labor del
actor al respecto puede tomarse como uno de sus numeritos, todo por y para el
personaje. Harper es egoísta, caótico, juerguista y desprecia a determinado
tipo de personas. Un detective dentro de los cánones más clásicos del género.
En esa vorágine de
personajes oscuros con dobles intenciones, con diferentes motivaciones como la
soledad, el amor —el patético personaje de una excelente Julie Harris— , la
envidia, el poder o el dinero, destaca la amistad masculina sobre todas las
cosas y que es mostrado como nunca en ese simpático, sorprendente, por la
forma, y maravilloso final en el que un amigo preciado, de esos que quedan
pocos, es mucho más importante incluso que hacer justicia —algo que ya sucede
en la muerte en off de un hombre al que nadie llorará—, o que se cumpla la ley,
una diferencia que se remarcaría aún más en los posteriores thrillers de los
años setenta.
Paul Newman volvería
sobre el personaje en una secuela realizada nueve años después de la presente.
Antes pasaría por otros proyectos como la maravilla que filmó a las órdenes de
Alfred Hitchcock. (Alberto Albuín)
“La guerra es una masacre entre gentes
que no se conocen
para provecho de gentes que sí se conocen pero que no se
masacran entre sí”,
Paul Valéry.
Diego
Carcedo, quien ha cubierto siete guerras a lo largo de una extensa
carrera periodística, se ha preguntado muchas veces para qué sirven. Qué
aportan. Afirma llegar siempre a la misma conclusión: para matar personas,
generar odio, empañar la convivencia, crear terror, y causar enormes daños
materiales.
Seguro que si la pareja de
ancianos encantadoramente rica y expresión beatífica de la película El Triángulo de la Tristeza leescuchara torcería el gesto. ¿Acaso se
inmutan cuando a la pregunta de Carl, el protagonista, de a qué se dedican
contestan impasibles y sonrientes: “A
vender productos para la democracia”? Para quienes no la hayan visto aún, y
con ello no destripo el argumento en absoluto, les informo de que los
productitos en cuestión no son libros de autoayuda, sino granadas de mano. Ya saben, cosas de algunos ricos muy ricos
que se han hecho asquerosamente ricos vendiendo artículos muy democráticos,
pero que solo habitan el universo cinematográfico.
Siempre hay alguien que hasta
de los dramas personales más desgarradores consigue exprimir humor. Ácido.
Surrealista. Pero humor. Miguel Gila
en su autobiografía Nos fusilaron al amanecer, nos fusilaron mal escribe cómo
siendo un chaval de apenas diecisiete años se alistó en la guerra. La civil. La
nuestra, que en todas partes cuecen habas.
Mintiendo sobre su edad, lo
mandaron al Quinto Regimiento, y tras un corto periodo de instrucción, que para
matar o que te maten tampoco hay que ir tan, tan preparado, pasó a luchar en
diferentes frentes de la geografía española, hasta que en diciembre de 1938 es
capturado en el de Extremadura y fusilado. Una forma como otra cualquiera de
dejar de pasar frío y calamidades sin que se te consulte. Mala suerte que los responsables
de cargarse a los prisioneros esa noche se habían tomado unas copitas de más y atinaron
con todos menos con él que se hizo tan bien el muerto que ni les pareció
pertinente rematarlo. De esa guisa y amontonado en la camioneta entre los
cuerpos aún calientes de sus compañeros de paredón pasó la noche muerto, hasta
el día siguiente que, sin ser visto, se deshizo como pudo de los cadáveres que
tenía encima y salió por patas con torniquete incluido, no fueran a enterrarlo vivo
con lo que sus verdugos terminarían saliéndose con la suya. Aún le quedaba por
delante un paseíto por varias cárceles españolas y como guinda del pastel la
orden del régimen franquista de hacer la mili, que las obligaciones son las
obligaciones. El resto ya es historia.
¿Es
el enemigo? ¿Que si es el enemigo? ¿Ustedes podrían parar la guerra un momento?
¿Que si podrían parar la guerra un momento? Ahora sí les escucho. Le quería
preguntar una cosa. Esto, no. ¿Ustedes van a avanzar mañana? ¿A qué hora? ¿El
domingo dice? El domingo, ¿pero a qué hora? ¡Ah! A esas horas estamos todos
acostados ¿Y no podrían avanzar por la tarde después del fútbol? Sí, después
del fútbol si es posible ¿Y van a venir muchos? ¡Hala! ¡Qué bestias! Yo no sé
si habrá balas para tantos. Bueno, nosotros las disparamos y ustedes ya se las
reparten.
Estuvo
ayer aquí el espía de ustedes, Agustín, uno bajito, vestido de lagarterana. Que
devuelva los mapas del polvorín que se llevó, que sólo tenemos esos. Bueno, que
haga una fotocopia y nos los traiga. Sí, porque ahora no encontramos el
polvorón, el polvorín, ¿sabe usted? De acuerdo.
¿Es
la fábrica de armas? ¿Que si es la fábrica de armas? Que estoy en el frente y
con el ruido no le oigo ¿Está el señor Emilio el ingeniero? Que se ponga. De
parte del ejército, sí. Señor Emilio, que de los seis cañones que mandaron
ayer, dos vienen sin agujero. Y le quería preguntar también, ¿a cómo están las
ametralladoras? ¿Y si compramos dos? Estamos usando un fusil corriente y lo
dispara un tartamudo…
Erich
Maria Remarque, seudónimo del escritor alemán Erich Paul
Remark, publica en 1929 la novela Sin
Novedad en el Frente donde sin remilgo alguno muestra los horrores de la
Primera Guerra Mundial. Un éxito espectacular que se traduce ese mismo año a
veintiséis idiomas, convirtiéndose en todo un símbolo pacifista y
antimilitarista si bien su autor, que luchó en el Frente Occidental con apenas
dieciocho años como el protagonista de su novela, la calificó de antipolítica.
El rápido ascenso de
Hitler al poder la censuró, condenó por antipatriótica, y quemó en las hogueras
públicas que en 1933 y en diferentes puntos del país vieron arder obras
consideradas contrarias al ideario nazi de autores tan reconocidos y respetados
como Stefan Zweig, Thomas Mann, o Bertol Brecht, entre otros. No contento con ello, el autor fue condenado
al exilio, partiendo primero a Suiza y emigrando a Estados Unidos después. Sin
embargo, las llamas del nazismo no consiguieron que cayera en el olvido. Considerada
la mejor novela sobre la guerra, actualmente Sin Novedad en el Frente está traducida a más de cincuenta idiomas.
Remarque
escribe en su introducción: “Este libro
no pretende ser una acusación ni una confesión. Sólo intenta informar sobre una
generación destruida por la guerra. Totalmente destruida, aunque se salvase de
las granadas”.
Por su parte, la primera
página es ya en sí misma una declaración de intenciones: “Soy joven, tengo veinte años, pero no conozco de la vida más que la
desesperación, el miedo, la muerte y el tránsito de una existencia llena de la
más absurda superficialidad a un abismo de dolor. Veo a los pueblos lanzarse
unos contra otros y matarse sin rechistar, ignorantes, enloquecidos, dóciles,
inocentes. Veo a los más ilustres cerebros del mundo inventar armas y frases
para hacer posible todo eso durante más tiempo y con mayor rendimiento”.
Sin
novedad en el frente ha marcado a generaciones enteras. Elton John compone en 1983 All quiet in the western front (Todo en
calma en el frente occidental) donde narra la noche en vela de un soldado ante
la barbarie en una trinchera que rezuma humedad y miedo. García Márquez la incorpora en su novela El amor en los tiempos del cólera. El mundo sigue hoy leyéndola.
Paralelamente, la obra ha
sido llevada al cine en tres ocasiones. La primera de ellas en 1930, ganando el
Oscar a mejor película y mejor dirección. La segunda en 1979, y la tercera, estrenada
hace unos pocos meses, ha conseguido siete premios Bafta y cuatro Oscars.
Cabría pensar que después de dos adaptaciones, una tercera, con guión de Lesley Peterson y dirección de Edward Berger, tendría poco más que expresar.
Sin embargo, los medios técnicos empleados consiguen darle una nueva dimensión.
La música alimenta un desasosiego constante. Su fotografía portentosa nos tira
directamente a las trincheras embadurnándonos de barro, desorientación y
muerte. Sus planos secuencia y los efectos especiales de las explosiones en
cada ataque nos llevan de un bando a otro en la contienda como si estuviéramos
corriendo desconcertados y aterrados con los protagonistas. El sonido que habla
por sí solo de la barbarie. Esos planos en los que conviven una naturaleza
intacta donde la vida se empeña en seguir su curso como si nada sucediera, paralelamente
al horror y el desgarro. El plano general del bosque y las montañas al
comienzo, aliñado con una quietud que se rompe con el estruendo al fondo de una
tormenta cargada de relámpagos incendiarios que alumbran un cielo ennegrecido
que no es tormenta ni son relámpagos ni la quietud es quietud, sino la guerra.
La guerra.
Y los actores.
Intachables todos ellos en su papel. Ese Paul
Bäuer, el protagonista, interpretado por Felix Kammerer. Un joven de tan solo dieciocho años que se alista
voluntario con sus amigos de escuela para luchar en el Frente Occidental. Tjaden, Albert Kropp, Katczinsky y Müller. Chicos
imberbes, despertando apenas a la curiosidad de la vida. Alentados por unos
profesores como el que va de excursión y vuelve a casa unos días después sin un
rasguño, con la victoria envuelta en papel de seda y un lazo de colores
alrededor.
“Soy hombre muerto” afirma Paul, pensando en la reprimenda que le va
a caer en casa cuando se enteren sus padres que se ha alistado mintiendo sobre
su edad. Como Gila, pero en versión alemana. Ya saben, cositas de la juventud,
que se siente igual de inmune, intocable, inmortal, en Cuenca que en Papua
Nueva Guinea. Una frase que, sin embargo, en su caso, será una sentencia
premonitoria.
Caminan hacia el frente cantando,
felices, seguros de una aventura que creen conocer cuando lo desconocen todo. La
ligereza de la vida. El fluir del tiempo remando a su favor. Ajenos a los
zarpazos inmisericordes que lanzan las guerras.
Esos uniformes
reutilizados tras la muerte de los soldados que los vistieron antes que ellos,
movidos tal vez por la misma ilusión, la misma inconsciencia, y que ellos creen
estrenar. Metáfora de lo que se es en una guerra. Mero reemplazo de una muerte
por una vida que puede que sea otra muerte que se terminará reemplazando por
una vida nueva en el mismo uniforme tuneado de nuevo y cambiado de nombre en el
cuello de la guerrera. Jóvenes que son simples piezas desechables de una
maquinaria de muerte mucho más grande, con una chapa al cuello que les será
arrancada cuando caigan en el frente. Esa será la primera labor de Paul. Arrancar las chapas del cuello de
los compañeros caídos. La misma labor de otro joven soldado recién llegado en
los últimos minutos de película.
Ver morir a sus amigos
uno a uno hace que Paul Bäumer vaya
perdiendo su inocencia para sustituirla por una dureza insoportable que llega al
punto donde ya nada importa porque siente haberlo perdido todo. Caen también
los compañeros que conoció en el frente. Los enemigos que tras matarlos con una
saña desconocida en él descubre en sus carteras la foto de su mujer y sus hijos.
Humanizándolos cae en la cuenta de que son simplemente personas como él que
luchaban por los mismos ideales que los suyos. La animalidad de la guerra que
te lleva a la desesperación. A la nada. A la locura. Y en medio de todo ello,
los que, desde sus despachos, impolutos, calientes y bien alimentados discuten
con parsimonia si firmar la paz o no. La misma parsimonia y la misma ligereza que
emplean para pedir que se le cambie un croissant
por otro más crujiente. Y esa paz que se haría efectiva a las 11 horas del 11
de noviembre de 1918 que rechaza un general orgulloso que no acepta el final,
enviando a sus soldados a una última batalla para que regresen a sus casas con
honor. Sus casas.
¿Y todo para qué? Cuando
la Primera Guerra Mundial finaliza, el conflicto en las trincheras en el Frente
Occidental apenas se había movido unos pocos metros respecto a 1914 cuando
comienza. Una guerra estática. Como niños jugando al escondite. Un día de la
marmota sin fin con olor a carne quemada, sueños rotos. Muertes inútiles
cubiertas con la bandera de ideales nacionalistas e intereses ajenos. La
confirmación de que las guerras son casi siempre alentadas por quienes no
arriesgan en ellas, pero sí están hambrientos de poder, de venganza. De
insaciable soberbia. Para quienes las vidas de otros, piezas de un tablero de
ajedrez, importan nada.
El guión de Peterson y Berger es una crítica descarnada a la guerra, ya sea desde el punto
de vista de los soldados, como de la situación acomodada del general, Devid Striesow, o la del papel del
político Matthias Erzberger, interpretado por Daniel Brül, figura decisiva para el desenlace del conflicto y quizás
el único que entiende a lo largo de la cinta el sinsentido de la guerra y el
hecho de que las “muertes honrosas” no son sino una despiadada masacre. Para
quien el tiempo es oro en llegar a un acuerdo con las potencias aliadas y
frenar de una vez el inútil derramamiento de sangre.
Al comienzo de la Primera
Guerra Mundial, el 28 de julio de 1914, son movilizados alrededor de 20
millones de hombres, cifra que irá creciendo hasta llegar a los 70. Aun sin
tener cifras exactas, se cree que a lo largo de los cuatro años que duró
murieron alrededor de 10 millones de personas, unos 20 millones resultaron
heridas. Sumemos a esas cifras las hambrunas, los prisioneros (unos 6
millones), los refugiados (unos 10 millones), los 6 millones de huérfanos, los 3
millones de viudas. Se lanzaron 1.300 millones de obuses y se estima que los
cuatro años de guerra costaron 180.000 millones de dólares.
Palestina. Cachemira.
Afganistán. Líbano. Congo. Yugoslavia. Irak. Siria. Sri Lanka. Guerras que no
siempre se llaman guerras, camuflándolas bajo eufemismos como el de “operaciones”.
Parece que viviéramos
como en el mito de Sísifo, condenado
a arrastrar una y otra vez una piedra enorme hasta lo alto de una montaña que rodaba
siempre ladera abajo antes de alcanzar la cima para tener que arrastrarla de
nuevo. Periodos de paz para regresar a la guerra. Como si no hubiera nada más
inteligente que hacer.
“Operaciones” sin sentido
común. Y aquí estamos. En 2023. Desayunando, almorzando y cenando con otra
guerra indeseable e indeseada a poco más de cinco horas de avión de nuestras
casas. Jóvenes ucranianos y ucranianas que no se llaman Paul Bäumer, pero
afirman rotundos como él que van al frente a luchar por su patria, convencidos
de una victoria pronta. Entrenamientos de poco más de dos semanas que los dejan
listos de papeles para enfrentarse muy probablemente a la mutilación, a la
muerte o a traumas para el resto de sus vidas. Ciudades masacradas. Vidas
rotas. Rutinas violadas. Llantos inconsolables en rostros demudados que lo dicen
todo. Hospitales bombardeados que escupen madres malheridas, recién paridas o
por parir. Teatros destruidos ocupados por civiles que no encontraron lugar más
propicio donde guarecerse. Quizás pensaron que la cultura también los salvaría
de las bombas. Niñas y niños agarrados a sus muñecos de peluche en estaciones
de tren atiborradas de despedidas e incertidumbre. Refugiados buscando cobijo y
consuelo en países extraños cuya lengua y costumbres desconocen.
Y una se pregunta dónde
arañar un poco del humor de Miguel Gila. Agarrar un teléfono para llamar al
general de turno y en ucraniano, ruso o suahili si se tercia, pedirle con
impecables modales, si puede parar la guerra y que se vayan todos directamente a
la mierda de una puñetera vez.
Mientras tanto, vean la
película. El cine es un universo maravilloso que te hace transitar por todos
los estadios entre la risa y el llanto. La esperanza y el desencanto. Lo
tangible y la magia. El mirar hacia adentro y la reflexión. Conocerse a uno
mismo un poquito mejor.
Y si no la exhiben en un
cine cerca, siempre pueden hacerlo en Netflix, que no tiene comparación con la
gran pantalla, pero menos da una piedra.