Páginas

domingo, 29 de noviembre de 2020

Los inicios de Carlos Saura

 

Decía Buñuel, con su habitual socarronería: Quiero mucho y creo en Carlos Saura, aunque es un poco alemán. A veces le digo que no tiene sentido del humor, sino de la broma. Buñuel, como casi siempre, tenía razón, y acertaba plenamente al definir unos rasgos que inconscientemente todos asociamos con lo germánico: la frialdad, la seriedad y por supuesto, el saber hacer. De carácter introvertido y poco dado a los fastos tan inherentes al mundo del celuloide, Saura ha exteriorizado su soledad a través de su precoz pasión por la fotografía y por el cine (lo cual viene a ser lo mismo) brindándonos excelentes películas sin las que el cine español sería hoy otro muy distinto y sin duda menos rico.

 

Inicialmente estudia ingeniería industrial que rápidamente simultanea con la fotografía. A los diecisiete años comienza a hacer fotografías de manera profesional, realizando, en 1951, su primera exposición en la Real Sociedad Fotográfica de Madrid, casualmente el mismo año en que se celebra en el Instituto Italiano de Cultura la semana del neorrealismo italiano que tanta repercusión tendría en los futuros cineastas. Durante un tiempo trabaja como reportero fotográfico cubriendo los Festivales de Música y Danza de Granada y Santander. Con veinte años se embarca en un proyecto de álbum fotográfico sobre los pueblos y gentes de España. El diario ABC publica una de sus fotos en portada y la revista París-Match le ofrece un puesto como fotógrafo de plantilla, que él rechaza. Su hermano, el pintor Antonio Saura, le habla de lo que entonces se conocía como el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas, I.I.E.C. (la posterior E.O.C.) donde ingresa en 1952: Allí fue donde nació esta vocación; yo antes ni idea de lo que era el cine, ni idea... Allí se me ocurrió, primero, hacer documentales, que era lo que yo creía que podía hacer porque estaba preparado a través de la fotografía. Su decantación por el mundo del cine, no supone el abandono de la fotografía, de hecho, en 1955, siendo alumno del I.I.E.C., publica el reportaje Vagón de tercera clase en la revista Objetivo que se acompaña con un texto de Basilio Martín Patino. Un conjunto de cinco fotografías donde retrata a las gentes de España: un soldado adormilado, una mujer muy mayor de pelo blanco y gafas redondas, un segador que viene de Córdoba y se ha dormido tirado a lo largo del duro banco de madera... rostros tras los que imaginamos vidas duras, secas, llenas de dolor y resignación, y quizás, de pequeñas alegrías.

 


En 1954 realiza su primera práctica para el I.I.E.C., Tío vivo y que corresponde a su segundo año de estudios. En aquel entonces estas prácticas de cursos inferiores se rodaban en 16 mm., por supuesto en blanco y negro y no se sonorizaban (muchas ni siquiera se montaban). Saura dirige un cortometraje de catorce minutos, perfectamente montado, según guión y fotografía del propio Saura. Una sencilla historia que se inicia con el despertar de un hombre un sábado veinte de marzo. El hombre tiene en la pared un dibujo de un tío vivo al que mira con gran alegría. Tras asearse se dirige hacia la playa (estamos en una localidad costera) donde ha quedado con otro hombre, iniciándose entre ellos un agitado diálogo, donde parece que están negociando la compra-venta del tío vivo. Toda esta secuencia está montada con planos muy cortos y muy cercanos al rostro de los dos hombres, con lo que Saura impregna de agilidad narrativa toda la negociación. Siguiendo las explicaciones del vendedor (que interpreta el futuro director Julio Diamante) el comprador acompasa el movimiento de su cabeza con el imaginado movimiento de un tío vivo, sin embargo, y extrañamente, su mirada empieza a elevarse hacia el cielo..... En realidad, lo que compra no es un tío vivo sino un volador, un pequeño artefacto de sillas voladoras accionado a mano con una manivela. Inicia su actividad pero ningún niño se siente atraído por montar. Él empieza a desesperarse e imagina grandes atracciones repletas de niños. Cuando todo parece perdido, una niña extiende su mano con unas monedas, el neófito feriante cierra la pequeña mano de la niña sin aceptar su dinero, y con gran satisfacción la sienta en una de las sillas. Mientras las sillas giran y giran, nuevos niños se acercan al volador. Una historia muy simple, acorde con una primera práctica y rodada de forma clásica con sencillez.

 

Al año siguiente dirige La llamada (1955), práctica de tercer curso para el I.I.E.C, que esta vez rueda en 35 mm., en blanco y negro y que se conserva montada y sin sonorizar. De duración inferior (siete minutos) Saura nos cuenta una triste historia que gira en torno al momento de la despedida de un soldado de su mujer y de sus hijos. Es de noche y una mujer despierta, muy temprano, a su marido, en el aire flota un ambiente de tristeza, de angustia, dos niños pequeños duermen, el hombre se asea y trata de desayunar aunque su estado de ánimo se lo impide. Ambos se abrazan, se miran, se besan, hablan (sin oírlos somos nosotros quienes ponemos las palabras), en el exterior los rayos de una tormenta iluminan la noche cerrada. El hijo mayor se despierta, el hombre extrae de un arcón un fusil y se dirige hacia la puerta. Mira a su mujer, y a su hijo, y se abraza a ellos,... marcha. La mujer y el hijo permanecen abrazados. En esta breve pieza Saura logra algo que pocas veces se da (ni siquiera en profesionales cuánto menos en primerizos) y es la capacidad de transmitir una sensación, una atmósfera, un desasosiego ambiental (La caza será posteriormente un magnífico ejemplo). Algo que suele figurar en el guión de forma escueta pero que luego son las imágenes, su composición y su montaje los que logran el milagro de hacernos sentir ese algo que flota, ese halo inmaterial que nos une a la pantalla haciendo desaparecer el resto del mundo, algo así como percibir el aire en un cuadro de Velázquez. Sin duda éste es el mayor logro de Saura, logro que consigue gracias a unos movimientos muy ligeros de cámara, a unos encuadres muy estudiados, a una fotografía magnífica, sin grano, y a un ritmo exacto a la temática reflejada, dotando al conjunto de una consistencia inusual en un primerizo.

 

Poco después y fuera del marco del I.I.E.C. rueda en 16 mm. y en color, un cortometraje de ocho minutos, Flamenco (1955) donde filma a su hermano Antonio Saura pintando un cuadro.

 

Muchos son los proyectos que el joven Saura quiere llevar a cabo en estos años con su cámara Paillard de 16 mm.: un documental sobre San Antonio de La Florida, una filmación sobre la verbena de La Paloma que llega a rodar, quería abordar el tema de Goya.... En 1956 filma en 35 mm. El pequeño río Manzanares, un corto documental sólo parcialmente rodado por él, y que no reconoce como suyo, aunque figura en los títulos de crédito como director e incluso en una entrevista realizada en 1961 afirmaba que él lo había dirigido. Fue una propuesta de Carlos Serrano de Osma que era profesor suyo en el I.I.E.C. y partía de un texto de Ignacio Aldecoa. En los créditos Carlos Saura figura igualmente y junto a Aldecoa, como autor del argumento y del guión. Según declaraciones de Saura, se limitó a rodar un par de días con unas colas de Ferraniacolor, sin ningún criterio para darse cuenta luego que era inmontable y se quedó todo colgado. No había una idea que diera sentido a todo lo filmado. El documental que se conserva, de nueve minutos y medio, está perfectamente montado y sonorizado, aunque sí se observa una falta de uniformidad en su desarrollo. Más que un documental sobre el río Manzanares es un breve esbozo de la ciudad de Madrid, con sus puentes a los que nombra y muestra de forma reiterativa, los tranvías, los camiones de pescados procedentes del norte. La cámara, que ha iniciado su viaje en la sierra donde nace el río, recorre su cauce, sus orillas, hasta llegar a Madrid, y terminar junto a las tumbas de un cementerio. Durante todo su metraje una voz en off nos ha acompañado mientras escuchamos la típica música de los organillos madrileños. Este cortometraje documental obtuvo la calificación de Segunda A recibiendo una subvención de 35.000 pesetas.

 

En 1957, es decir, cinco años después de su entrada en el I.I.E.C realiza La tarde del domingo con la que se diploma en dirección. Curiosamente la idea inicial de Saura para graduarse era completamente distinta a ésta. Inicialmente presentó una historia, de título Pax, donde un brutal dictador, interpretado por su compañero Julio Diamante, era ingresado en un manicomio tras pasearse por Madrid con un cartel donde podía leerse la palabra Pax. Le suspendieron y Eduardo Ducay le convenció para escribir una historia más acorde con los gustos imperantes, especialmente lo relacionado con el neorrealismo y la vida cotidiana. Así fue cómo recurrió a un cuento de Fernando Guillermo de Castro, rodando, por vez primera en la escuela, un mediometraje de treinta y dos minutos, en 35 mm. y con sonido. Ya en su arranque, observamos cómo a través de una gran panorámica de reconocimiento de izquierda a derecha sobre los tejados de Madrid, y a través de la voz en off, recurso muy utilizado como introducción en muchas películas neorrealistas, Saura nos sitúa en el contexto de un domingo cualquiera de septiembre. Clara es una joven criada que apenas sabe leer, es una especie de Cenicienta a la que se explota sin piedad. Clara hace planes para pasar la tarde del domingo en compañía de otras chachas, acuden a El Retiro de paseo, van a un baile con unos amigos, flirtean, pero Clara se siente angustiada, se siente aislada en medio de la gente. Cuando de noche regresa a casa, arranca con tristeza la hoja del calendario. Una panorámica muy lenta de la cocina nos muestra el presente y el futuro de la vida de Clara. Intuimos que el próximo domingo todo será igual, las mismas salidas, las mismas caras, una vida anodina que ni Sísifo querría. La influencia del neorrealismo italiano es evidente de principio a fin, incluyendo hasta una secuencia en la cocina donde no pasa nada, cual homenaje-plagio a Umberto D. (Vittorio de Sica, 1951). Incluso la banda sonora parece calcada de cualquier producción neorrealista italiana. El cortometraje se exhibió, junto a Las noches de Cabiria (Federico Fellini, 1957), en la sesión inaugural del Curso Académico del I.I.E.C. 1957-58, el 4 de noviembre de 1957. En la crónica del I.I.E.C. que se publicó en Film Ideal y que firmaba Javier Aguirre, se decía que mantiene una tónica y un estilo que pueden muy bien corresponder a un director de primera línea. En una entrevista posterior Saura lo consideró como mi primer intento de conjugar la ficción y el documental.

 



Nada más terminar la escuela rueda, entre mayo de 1957 y mayo de 1958, el mediometraje documental Cuenca (1958), un encargo del Ayuntamiento de Cuenca que coincidía con su contratación en el I.I.E.C. como profesor de Prácticas escénicas. Durante cuarenta minutos asistimos a un honesto, sincero, aunque en ocasiones mero retrato turístico, de las tierras conquenses y de sus gentes, sin artificios ni imposturas, con sentimiento y autenticidad y al mismo tiempo con frialdad germánica. No se puede hablar de Cuenca sin tener muy presente (como entonces lo tenía Saura), el documental de Luis Buñuel Las Hurdes (Tierra sin pan) de 1933. Saura consideraba que nadie siguió el camino abierto por Luis Buñuel en 1933, los documentales realizados desde entonces (y ponía el ejemplo de Boda en Castilla, Augusto García Viñolas, 1941) eran fachadas repletas de tarjetas postales donde sólo se percibía lo exterior. La escuela documentalista inglesa y algunas producciones soviéticas eran referentes que Saura citaba. Con Cuenca Saura intenta profundizar, volver la mirada sobre el hombre español, ese hombre olvidado, fantasma, hundido en el anonimato de tantos documentales baldíos. Las condiciones de producción fueron paupérrimas: una cámara, un automóvil y una película de escasa sensibilidad, con la que consiguieron una hermosísima fotografía en Eastmancolor pero que impedía, al no tener grupos electrógenos, rodar en interiores, algo que Saura lamentó al no poder mostrar la vida en el interior de las casas. Los movimientos de cámara se limitaban a sencillas panorámicas, especialmente sobre los valles, y a la utilización, al no disponer de un travelling, de un transfocator (el llamado zoom), algo que canta demasiado en secuencias como la de la Ciudad Encantada que el propio Saura reconoce haber rodado con desgana y que sin duda se asemeja a un documental turístico mal rodado. Por contra reconocía como sus mejores secuencias la de La Mancha y la del Día de Todos los Santos, secuencia ésta que se acompaña de un texto de Jorge Manrique que nos recuerda que la muerte trata por igual a reyes y a pastores. El guión de Carlos Saura incorporaba comentarios de José Ayllón, y la voz en off de Francisco Rabal se erigía en un protagonista más del documental. La Mancha conquense, los leñadores, los segadores buscando una sombra donde descansar, y sobre todo, y en lo que es un claro precedente de La caza, el calor abrasador acompañado del silencio. Las fiestas populares, los gigantes y cabezudos, la Semana Santa con sus procesiones y encapuchados, el tronar de los tambores que en algo recuerdan a Calanda. Mención merece los acertados apuntes musicales de A. Ramírez Ángel y José Pagán, que se acompañan de temas populares y de bellísimos solos de guitarra. Saura decía que quería hacer un cine primitivo, brutal, donde el hombre y la tierra se identificaran formando un todo. Cuenca alcanza una notable repercusión crítica, siendo incluso portada de la revista Film Ideal en su número extraordinario nº 21-22, de julio-agosto de 1958. También Nuestro Cine establecía la conexión entre Las Hurdes y Cuenca, para citar el páramo existente en esos veinticinco años respecto al documental español; sin duda una apreciación excesivamente reduccionista. Una crítica de la época ponía a Cuenca en colación a Gente de mar (Carlos Llanos y Antonio Álvarez, 1958) y de ambos trabajos decía: Dos películas de correcta factura técnica que suponen un documento, una fe de vida, un testimonio, en el lenguaje del arte: la belleza de la forma dentro de la máxima sobriedad. Cuenca obtuvo una mención especial en el Festival de San Sebastián de 1958 y el Segundo Premio Sindical Cinematográfico 1958, dotado con 25.000 pesetas. Saura hablaba de Cuenca como una obra modesta con la que trataba de colocar un primer escalón en la búsqueda del verdadero camino para el documental español. Saura pasaba de ser, teóricamente, el Saura-promesa al Saura-realidad, aunque luego vendrían sus enormes dificultades para poner en marcha los proyectos que entonces tenía en mente, lo que le llevó, en julio de 1959, a publicar en Film Ideal un artículo de explícito título "nosotros, las esperanzas pendientes" y que respondía a un comentario publicado en su número anterior. Un texto donde, no sin amargura y con el ímpetu propio de la juventud, reprochaba a Bardem y a Berlanga, el haber abierto un camino para luego cerrarlo y negar el paso a los que vienen detrás.

 

 

Durante estos años Saura había ido afianzando su técnica a través de su participación en otros trabajos. Interviene como ayudante en el documental incompleto Carta de Sanabria (Eduardo Ducay, 1956), en La Chunga (Leopoldo Pomés, 1958) donde hizo de asesor técnico y de operador en el documental Puertollano (Jesús Fernández Santos, 1958). Al traste se fueron proyectos como el de aquella estudiante de Zamora, de nombre María, que llegaba a Madrid para estudiar en la universidad y se alojaba en casa de unos parientes o los guiones de Young Sánchez que luego materializaría Mario Camus en 1964, o el de La boda prohibido tres veces por censura y que se reconvirtió, años después, en Peppermint frappè (1967) o el proyecto de El Doctor Montenegro del que se hablaba en 1961... Aunque había rodado Los golfos en 1959 la película no pudo estrenarse hasta julio de 1962 y eso a pesar de haberse exhibido en el Festival de Cannes de 1960 y en el de San Sebastián del mismo año. No en vano, y con anterioridad a su rodaje, muchos le habían dicho que el entonces proyecto carecía del más mínimo interés económico. Era la época de las comedias rosas y aún así, en una entrevista de 1961 y ante las dificultades, sobre todo por culpa de la censura, que estaba teniendo para poner en marcha su segundo largometraje, Saura declaraba: Incluso mi sueño sería estarme un año en un pueblecito español, estudiando y analizando sus problemas y sus gentes para hacer allí una película de largometraje con actores naturales, sonido directo y un equipo muy, muy reducido. Sin duda algo no muy alejado de documentales como El cielo gira (Mercedes Álvarez, 2004) o En construcción (José Luis Guerin, 2000). Lo cierto es que gracias a su encuentro con Elías Querejeta y tras el fiasco de Llanto por un bandido (1963), Saura supo encauzar una magnífica y prolífica carrera (naturalmente con altibajos) esencial en nuestra cinematografía y que se prolonga hasta el presente. (Ernesto J. Pastor)

viernes, 27 de noviembre de 2020

Ana de los mil días (Charles Jarrott, 1969)

 

Título original: Anne of the Thousand Days. Dirección: Charles Jarrott. País: Reino Unido. Año: 1969. Duración: 145 min. Género: Drama.

Guión: Bridget Boland, John Hale, Richard Sokolove (basado en la obra de Maxwell Anderson). Fotografía: Arthur Ibbetson. Música: Georges Delerue. Montaje: Richard Marden. Vestuario: Margaret Furse. Producción: Hal B. Wallis.

10 nominaciones a los Óscars 1969. Ganadora del Óscar 1969 al Mejor Vestuario. Ganadora de 4 Globos de Oro 1969, incluido el Globo de Oro a la Mejor Película (Drama).

Estreno en USA: 18 de diciembre de 1969.

 

Reparto:

Richard Burton (rey Enrique VIII), Geneviève Bujold (reina Ana Bolena), Irene Papas (reina Catalina de Aragón), Anthony Quayle (cardenal Thomas Wolsey), John Colicos (Thomas Cromwell), Michael Hordern (Thomas Boleyn), Katharine Blake (Elizabeth Howard).

 

Sinopsis:

Enrique VIII de Inglaterra (1509-1547), casado con Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos, se encapricha de Ana Bolena, una dama de la Corte, y decide casarse con ella. Pero, como el Papa no accede a concederle el divorcio, rompe con la Iglesia de Roma y crea la Iglesia Anglicana (Acta de Supremacía de 1534), convirtiéndose así en la suprema autoridad eclesiástica de Inglaterra. Años después, el rey acusa a Ana de alta traición y ordena que sea ejecutada.

 

Comentarios:

Resulta difícil entender cómo un proyecto tan ambicioso como Ana de los mil días fue encomendado a un director novel que únicamente tenía experiencia en televisión. Charles Jarrott debuta en una de esas películas que han forjado el tópico de la calidad y el rigor asociados al cine británico, una producción histórica de cuidada ambientación y con actores de prestigio. O tal vez lo que buscaba Hal B. Wallis, responsable de todo el tinglado, era mantener el control contratando a un realizador obediente que no le diese problemas. No en vano, Wallis pertenece a esa estirpe de antiguos productores que no dejaban que la creatividad de ningún artista se interpusiese al beneficio económico ni al reconocimiento de su autoría en los créditos iniciales.

Vista hoy, Ana de los mil días se antoja como un fastuoso espectáculo de época, una sucesión de referencias pictóricas ordenadas en la pantalla con pulcritud y esmero. La película narra la tormentosa relación entre el rey Enrique VIII de Inglaterra y Ana Bolena, adaptación de un obra de teatro firmada por Maxwell Anderson, que incluye las luchas de poder y las conspiraciones que se urdían en la corte del siglo XVI. La película conserva el poso del original literario, con abundantes batallas dialécticas y varios giros dramáticos que hacen que sus dos horas y media de metraje transcurran sin perder interés. Eso sí: que nadie espere combates cuerpo a cuerpo, sangrientos asesinatos ni escenas de sexo, tal y como se estila en los actuales relatos ambientados en la Edad Media. En Ana de los mil días la violencia es siempre verbal y refinada, y tanto las ejecuciones como los coitos se resuelven mediante elipsis. Lo que no resta contundencia al conjunto, al revés: Wallis y Jarrott saben que no hay nada más excitante que la mente estimulada del espectador.

Así pues, lo que prima en el film son los sentimientos, representados por un elenco que incluye a actores de relumbrón como Richard Burton, Irene Papas y Anthony Quayle, y a una joven Geneviève Bujold que despunta como protagonista. Burton vuelca en su interpretación de Enrique VIII los excesos e incontinencias del personaje, hasta el punto de caer en ocasiones en el tic teatral y en la caricatura. Se nota que ha tenido en cuenta la recreación que hizo Charles Laughton casi cuarenta años antes en La vida privada de Enrique VIII, película que proyecta su sombra sobre ésta. Aunque si en algo se debe destacar a Ana de los mil días es en su habilidad de actualizar la moraleja del relato: la película termina con una proclama en favor de la autonomía femenina, que deposita en las generaciones de futuras mujeres la capacidad de elegir sus destinos y de tomar el poder que les corresponde.

En suma, la opera prima de Charles Jarrott se erige como un pulcro ejercicio de cine histórico que, tal vez, hubiese necesitado a un director con mayor personalidad y carácter para aprovechar todo el potencial que contiene el texto original. Porque la película está rodada con corrección, pero no termina de ser memorable, tiene inteligencia pero le falta pasión... y esto se debe en parte a su calculada indefinición respecto al género. Cuando Ana de los mil días teme resultar aburrida opta por la comedia, y cuando quiere trascender deriva hacia el drama, siempre en ambos casos con el componente romántico y la rigurosidad de la recreación histórica. Demasiados condicionantes que provocan algunos desajustes en cuanto al tono y a la densidad del acabado. Nada que justifique el olvido al que se ha visto relegada Ana de los mil días, una película que merece ser rescatada aunque sólo sea para aproximarse de manera amable y entretenida a uno de los episodios que definieron el pasado de la vieja Europa. (David Parages)

Recomendada.