Mejor Cortometraje en el Festival
Internacional de Cine de Cortometrajes de Oberhausen 1963.
Estreno mundial: 1963, en Irán.
Sinopsis:
La película es una mirada
a la vida y al sufrimiento en la colonia de leprosos iraní Hospicio Bababaghi y
se centra en la condición humana y la belleza de la creación. El documental comienza
con la cita "El mundo está lleno de
fealdad. Aún habría más si el hombre apartara la mirada. Van a ver en pantalla
una imagen de la fealdad, un retrato del sufrimiento, que sería injusto ignorar"
y posteriormente muestra, de forma cruda y poética, la vida en una colonia de
leprosos.
Comentarios:
Aclamado corto documental
escrito y dirigido por Forugh Farrokhzad (Teherán, 1935-1967), la poetisa más
influyente de Irán en el siglo XX. Mujer iconoclasta y símbolo del desarrollo
cultural de su país, su estilo de vida moderno y sus versos libres, vitalistas
y sencillos, muchas veces teñidos de añoranza y amargura, fueron repudiados por
el sector conservador de la sociedad iraní, a la vez que admirados en el resto
del mundo. Murió en accidente de coche con sólo 32 años, en circunstancias no
del todo bien aclaradas.
Forugh, a lo largo de su
malograda y corta carrera, publicó cinco libros de poemas: Cautiva (1955), El muro
(1956), Rebelión (1958), Nuevo nacimiento (1964) y Tengamos fe en el inicio de la estación del
frío, obra póstuma publicada en 1974. Su poesía femenina y rebelde fue
prohibida y censurada durante años. La UNESCO y Bernardo Bertolucci produjeron
sendas películas sobre su vida. Uno de los poemas de Forugh, «El viento nos
llevará» (al final del texto), lo recita el héroe del filme homónimo de Abbas
Kiarostami. La casa es negra (1963)
fue la única película que realizó. «Mi existencia entera es un verso oscuro»,
decía la poeta y directora.
Estremecedora como Noche y niebla y emparentada con obras
como Las Hurdes, Freaks y El hombre elefante
en cuanto a la corrupción de la carne, el documental de Forugh, rodado en doce
días y de apenas veinte minutos, ofrece el retrato de un lugar oculto: la
leprosería de Tabriz, al noroeste de Irán, en los años sesenta, donde vive un
pequeño reducto de población condenada por una enfermedad que los humilla y
desecha; pese a lo cual, los niños dan gracias a Dios por haberlos creado.
Lejos del morbo, del
sentimentalismo paternal o del fatalismo divino, la cámara de Forugh se
desplaza por las estancias de la colonia y dignifica a los leprosos mostrando
su lado más cotidiano: rostros y cuerpos en descomposición, tratamientos
médicos, niños en el colegio y jugando, gente comiendo y, no obstante la dureza
de la situación, sonriendo y hasta divirtiéndose con pequeñas fiestas. Las
imágenes quedan subrayadas por la combinación de dos voces en off: una
masculina y más objetiva, de Ebrahim Golestan (productor y pareja de Forugh), y
otra más lírica y emotiva, la de Forugh, que incluye pasajes del Antiguo
Testamento y del Corán y varios poemas propios.
Influenciada por el cine
soviético mudo, Forugh proyecta en La casa
es negra las técnicas de la poesía para adaptarlas a las del arte
cinematográfico (narración, sonido, encuadres y montaje). Los planos,
respetuosos y ubicando a los enfermos en el ángulo preciso, supuran verdad y
honestidad; hasta de tanta naturalidad y desnudez bordean lo perverso. Como
muestra, la muchacha del principio, con la cara semitapada pero claramente
desfigurada por la lepra, mirándose a un espejo: dolor, deformidad, fealdad, la
misma condición humana.
Forugh, que supo ver en
los leprosos la belleza de lo repudiado (incluso adoptó a uno de los niños de
la colonia), deja entrever una filosofía del mundo, otra forma de percibirlo,
más radical y humana: mirarlos –y a su entorno– como una parte más de la
realidad visible, a la que por vergüenza o miedo cerramos los ojos. «El mundo
está lleno de fealdad», dice la voz masculina. «Y habrá todavía más si miramos
hacia otro lado». La película, de encargo a beneficio de la Sociedad de Ayuda a
los Leprosos, se convierte en un arma arrojadiza contra el gobierno iraní, al
mostrarse la lepra como algo ligado a la pobreza, la injusticia y el dolor de
vivir oprimido, como la propia poetisa sufría y recitaba: «Oh, si tuviera alas
de paloma, volaría lejos y encontraría reposo, porque veo la violencia y las
disputas. He sufrido mucho en esta tierra».
Porque la fealdad no es
más que un atributo interesadamente creado para generar desigualdad, porque la
indiferencia hacia la deformidad no es más que indiferencia hacia el
sufrimiento de las personas que la padecen y porque esa es la verdadera
fealdad. En una de las últimas escenas, en la escuela, el maestro pide a uno de
los alumnos que escriba en la pizarra una frase con la palabra «casa». El niño,
tras pensar un rato, escribe: «La casa es negra»… pero en el interior hay luz.
Y esperanza. «La lepra tiene cura».
Presentada en la sección
oficial del Festival de Cannes 2019 y en la sección oficial del Festival de
Gijón 2019.
Estreno en Sevilla: 19 Junio 2020
Reparto: Xavier Dolan (Maxime), Gabriel
D'Almeida Freitas (Matthias), Pier-Luc Funk (Rivette), Antoine Pilon (Brass), Samuel
Gauthier (Frank), Adib Alkhalidey (Shariff), Catherine Brunet (Lisa), Marilyn
Castonguay (Sarah), Micheline Bernard (Francine), Anne Dorval (Manon), Harris
Dickinson (McAfee).
Sinopsis:
Dos amigos de la infancia
se besan como parte de la filmación de un cortometraje para la universidad.
Tras el beso, ambos comienzan a preguntarse cuáles son sus auténticas
preferencias sexuales, lo que pone en peligro la estabilidad de sus vínculos
sociales.
Comentarios:
A estas alturas quizá se
pueda decir que Xavier Dolan es el cineasta reputado del mundo con menos
grandes películas. Es posible que solo una: la magnífica Laurence Anyways, del año 2012. El resto, con chispazos de genio,
desiguales, rotundas, cargantes, redundantes, atractivas, decepcionantes. Tiene
apenas 31 años, ocho largos en una década de trabajo y en el futuro hará
hermosas y redondas obras de arte, pero su filmografía no para de crecer y cada
nuevo eslabón sigue siendo un casi de manual. O algo peor. El último, Matthias & Maxime, acercamiento un
tanto superficial al arquetipo de relación de amistad, y amor y deseo ocultos,
entre dos amigos de la infancia, uno de ellos heterosexual de cara a la
galería.
Con Dolan siempre cabe la
pregunta de si no es mejor un momento sublime en una película irregular que un
cúmulo de trabajos de perfecto modelaje pero fríos y perecederos. Y en esa duda
se muestra este crítico, que tuvo el inolvidable privilegio de vivir en directo
el instante del ya mítico cambio de formato de Mommy; inspiración que logró arrancar un aplauso espontáneo de la
platea de especialistas en el Festival de Cannes de 2014 en medio de la
proyección. Eso sí, antes de volver a sus habituales griteríos exacerbados
entre madres delirantes e hijos masacrados, tan típicos y reiterativos en sus
relatos. Y a los que vuelve también en los peores pasajes de Matthias & Maxime, que poco o nada
aportan al núcleo de la historia de amor entre los amigos, muy bien
interpretados por Gabriel D’Almeida Freitas y el propio Dolan, excelente actor.
Hay, como siempre en el
joven director canadiense, bellísimas imágenes, un interesante tratamiento de
la luz y precisos repertorios musicales. Pero también inexplicables detalles de
puesta en escena, indignos de alguien de su valía, cuatro veces galardonado en
Cannes, con Yo maté a mi madre, Los amores imaginarios, Mommy y la notable Solo el fin del mundo. Y el mejor ejemplo son esos horrendos
reencuadres con el zoom, hacia dentro y hacia fuera, recurso de mala serie de
televisión de los inicios de este siglo, o la infantil actitud desplegada por
sus treintañeros personajes, capaces de pelearse a voces y a tortas en una
ingenua celebración de amigos, en un momento paradigmático del cine de Dolan.
Sobre todo porque no queda claro que esté criticando su inmadurez, cuando es
tan explícito en su diatriba con la siguiente generación, la de la veintena:
“24.000 dólares al año en una escuela de cine para que hable como una pija y
haga fotos del desayuno”.
Seguro que en ciertos ámbitos
occidentales existen aún estos conflictos sobre la no asunción del deseo
homosexual a estas edades, pero en el cine parece una película ya superada,
como si llegara tarde: en el tiempo y en la hondura. (Javier Ocaña).
Título original: Gun Crazy. Dirección: Joseph H. Lewis. País: USA. Año: 1950. Duración: 87
min. Género: Cine Negro, Drama.
MacKinlay Kantor y Dalton
Trumbo (como Millard Kaufman) basado en la obra “Gun Crazy" de MacKinlay
Kantor (Guión), Russell Harlan (Fotografía), Victor Young (Música), Harry Gerstad (Montaje), King Brothers Productions para
United Artists (Producción).
Película de Serie B. Cine
de culto.
Estreno mundial: 3 enero 1950, en USA.
Reparto:
Peggy Cummins (Annie
Laurie Starr), John Dall (Barton Tare), Berry Kroeger, Morris Carnovsky, Annabel
Shaw, Harry Lewis, Nedrick Young, Trevor Bardette, Mickey Little, Russ Tamblyn,
Paul Frison, David Bair, Stanley Prager, Virginia Farmer, Anne O'Neal, Frances
Irvin, Robert Osterloh, Shimen Ruskin,
Sinopsis:
Bart Tare es un hombre
obsesionado desde niño con las armas. Cuando conoce a Annie, una mujer fatal,
se deja arrastrar al mundo del crimen. Unidos por su afición a las armas, la
relación de la pareja desemboca, entre atraco y atraco, en un torbellino de pasiones
y situaciones peligrosas.
Comentarios:
Este comentario contiene SPOILER, aunque preserva el desenlace
del filme.
Al término de la Segunda
Guerra Mundial el cine norteamericano se inflamó de oscuridad. De manera
especial el género negro, el cual si ya de por sí reflejaba lo más sórdido y
siniestro del género humano, en ese segundo lustro de los años 40 vio cómo se
apagaban definitivamente todas las luces que permitían la esperanza de vivir en
un mundo mejor. En estas películas veremos desfilar soldados retornados de la
guerra incapaces de encontrar su lugar en lo que antaño fuera su hogar,
personajes sin entrañas capaces de todo por conseguir vivir lo más rápido y
mejor posible, mujeres más malvadas que nunca, hampones sin escrúpulos, hombres
desesperados que no ven ningún futuro posible y se lanzan en brazos de la
delincuencia como único modo de vida… En fin, todo un plantel de películas
protagonizadas por personajes que se movían en un contrastado juego de sombras
y luces en blanco y negro que no era sino su forma de ver el mundo. Lo dicho:
había llegado la hora de la oscuridad y la desesperanza. Los finales felices
eran una imposición de las productoras. Pocos guionistas y directores se
preocuparon por ocultar su carácter de impostura. Había caído la noche y sus
sombras eran profundas.
En este contexto nace El demonio de las armas (Gun Crazy),
dirigida por Joseph H. Lewis en el año 1949 y escrita por MacKinlay Kantor,
autor del relato original, y un Dalton Trumbo que firma como Millard Kaufman
debido a su inclusión en la lista negra de Hollywood. Trumbo había sido una de
las víctimas del Comité de Actividades Antiamericanas en su caza de brujas. El
temor al comunismo, el inicio de la Guerra Fría y un gobierno que había
mostrado lo peor de sí mismo en dicha caza eran aspectos que se sumaban al ya
de por sí triste panorama de una sociedad que veía cómo los buenos e inocentes
tiempos pasados se iban por el sumidero de la realidad. MacKinlay Kantor había
visto a su vez llevada al cine unos pocos años antes, en 1946, su novela Glory for Me (1945): el clásico de
William Wyler Los mejores años de nuestra
vida (The Best Years of Our Lives, 1946). Kantor había tenido que sufrir no
solo el cambio de título, sino también ver cómo su dura novela sufría
alteraciones importantes. No es de extrañar pues que ambos escritores se
lanzaran a escribir una historia cuyo fuego interior está animado por la ira,
la rabia y una desesperación de carácter romántico que el director Joseph H.
Lewis puso en imágenes de manera magistral.
Todo esto lo podemos
apreciar ya desde la misma secuencia de apertura. Bajo una lluvia torrencial un
joven (Russ Tamblyn, en los créditos Rusty Tamblin, en uno de sus primeros
papeles) se aproxima al escaparate de una armería y contempla con deseo una
pistola. Hace añicos el cristal y la roba. En su mirada vemos la compulsión
irrefrenable, en sus gestos la ansiedad de poseer el arma. Instintos primarios
desatados cuyo único freno es la ley, representada por el policía que dará al
traste con su delito. Bueno, y la mala suerte, porque ya desde este momento
queda bien claro que Barton Tare, nuestro protagonista, está marcado por la
fatalidad.
Las escenas siguientes,
el juicio por robo del adolescente Bart que darán con él en el reformatorio,
sirven para mostrarnos su pasado en breves flashbacks. Conoceremos así su
desmedida pasión por las armas de fuego pero también que se trata de un joven
de buen corazón. Tras cumplir su condena e ingresar en la armada para luchar
por su país en la guerra, volverá a su pueblo natal reformado y dispuesto a
llevar una vida de hombre de bien. Su obsesión por las armas sigue intacta,
pero todo parece indicar que ha sabido encauzarla. Con sus dos amigos de la
infancia visita una feria que se ha instalado en el pueblo. Y es entonces cuando
se desata su pasión de nuevo: entran en una barraca en la que se anuncia que
actuará la mejor tiradora de Inglaterra y Bart quedará arrebatado por la joven
que retadora mira a todos desde el escenario y dispara sin fallar un solo tiro.
Annie Laurie Starr, la joven que disfrazada de pistolera muestra su habilidad
prodigiosa en el escenario, está interpretada por la actriz inglesa Peggy
Cummins, una de tantas importadas por Hollywood que nunca llegó a triunfar.
Esto no importa demasiado, porque quedará por siempre inmortal para nosotros
apareciendo a tiro limpio entre volutas de humo enarbolando sus dos doradas
pistolas y lanzando una de esas miradas que solo el cine nos puede ofrecer. Deadly is the Female fue el título
original con el que se iba a estrenar la película, y nunca tan adecuado, porque
aparece ella y ya sabemos la que le espera al pobre Bart. Éste, interpretado
por John Dall, quedará fascinado por esa chica que dispara casi tan bien como
él. Los cruces de miradas y gestos en esta secuencia de la feria son
sencillamente un acto de amor salvaje a primera vista. Uno de los momentos
fuertes del espectáculo consiste en que la joven reta a cualquier persona del
público a que la supere en su habilidad. Y Bart sale para allá disparado, nunca
mejor dicho, como impelido por un resorte que ya lo llevará camino al infierno
sin posibilidad de escapar. Las miradas entre ellos, los gestos, cómo Lewis los
coloca en el plano y los hace flirtear sin palabras de amor es todo un
prodigio. No se llegan a tocar en ningún momento, pero ya han hecho el amor.
John Dall, actor de
reconocida homosexualidad y que ya había interpretado un papel donde ésta
jugaba un papel importante en la trama, la película de Alfred Hitchcock La soga (Rope, 1948), saca aquí a
relucir, en connivencia absoluta con Lewis, toda la feminidad que requiere su
personaje para contrastarlo con la masculinidad de Laurie. Él es delicado y
está lleno de dudas y remordimientos. Ella es decidida y no se arredra ante
nada. El cambio de roles, aunque no era algo extraño en el cine negro de la
época, plagado de mujeres fatales, juega aquí un papel fundamental. Porque si
bien es cierto que no deja de ser algo misógino que todo el mal proceda de la
mujer, en Gun Crazy queda bien
patente que la debilidad de Bart es también el germen de su perdición. Arrastrado
por el deseo de Laurie de darse a la gran vida sin tener que seguir trabajando
como perros de ciudad en ciudad, ambos optarán por el camino fácil del delito.
Pero este camino fácil,
sobra decirlo, no será tal. Ya desde el primer golpe sabremos que nuestra
pareja ha iniciado un viaje sin retorno a la oscuridad. Justo antes ya nos ha
mostrado Lewis a nuestros dos protagonistas cenando al fondo de un restaurante
en el cual el decorado los arrincona, dando forma visual al estado vital de la
pareja, recurso que el director tendrá siempre presente durante la película.
Potenciado en todo momento este efecto por la fotografía de fuertes contrastes
del gran Rusell Harlan. Asfixiados por la cruda realidad, siempre intentarán
escapar de la realidad que los constriñe. Comen con desesperación una
hamburguesa de la que han tenido que prescindir de la cebolla porque no se la
pueden permitir. Alojados en una pestilente habitación de hotel, Laurie
presionará a Bart para que comiencen su vida delictiva. Bart se resiste como
puede, pero cuando ella le dice que lo abandonará si no consiguen dinero
pronto, el joven cederá. Claro que con Laurie tumbada sobre la cama
pidiéndoselo de una forma tan sensual que hasta el mismo Gandhi mataría a quien
se le pusiera por delante también tiene su peso en la decisión. Es otro momento
en que la sexualidad implícita en cada gesto, en cada mirada, en cada leve
movimiento de los actores es sencillamente fuego puro en la retina del
espectador.
Su primer golpe será en
el hotel en el que se alojan. En plano medio frontal Laurie y Bart toman el
dinero de las temblorosas manos del recepcionista. Valiéndose de un fabuloso
travelling hacia adelante mientras ellos retroceden mirando a cámara, Lewis de
nuevo nos muestra a los dos antihéroes constreñidos por el decorado: están
entrando en un callejón sin salida del que ya no podrán salir jamás. En su
fabuloso trabajo de dirección, Lewis incidirá continuamente en mostrarnos a
Laurie y Bart corriendo por largos pasillos y estrechas callejuelas en busca de
esa salida desesperada que nunca encontrarán. O bien ocultos en una cabaña
abandonada, rostro contra rostro en planos claustrofóbicos en los que ambos se
ahogan mientras hablan de poder huir felices. Al final llegará a encerrarlos en
una prisión de niebla, cerradas todas las puertas a una posible opción de huir,
pero ya llegaremos a ese momento.
Se suceden escenas
cortas, explosivas, de los pequeños atracos que van cometiendo. Hasta que
llegan a la pequeña ciudad de Hampton. Allí se desarrollará la que quizá sea la
secuencia más famosa y celebrada de la película. Lewis instala la cámara en el
asiento trasero del coche robado que conducen Laurie y Bart y ese será el punto
de vista desde el que el espectador verá toda la escena. Un parabrisas sobre el
que se recortan los bustos de espaldas a cámara de nuestra pareja. Un plano
secuencia prodigioso que dejará el atraco en off. Los observaremos acercarse al
lugar del robo, aparcar frente al establecimiento y a Bart abandonando el
coche. Nada más entrar, un policía se detiene en la puerta y Laurie baja del
coche para distraerlo. Lewis no corta el plano, sino que mueve la cámara
desplazándola hasta la ventanilla derecha y desde allí observaremos cómo Laurie
entabla conversación con el policía para distraerlo. La cámara volverá a su
posición cuando ambos entren de nuevo en el vehículo y emprendan la huida. Solo
veremos el rostro exultante de placer de Laurie volviéndose a mirar si los
persiguen. Lewis repetirá este emplazamiento de la cámara en los sucesivos
atracos como si quisiera evitar mostrarnos el lado malvado de la pareja. Solo
de manera breve veremos la expresión salvaje de Laurie y, más adelante, el
rostro dubitativo y convulso de Bart que no se atreve a disparar a unos
policías que los persiguen. Hasta cuando en el momento en que todo parece ir
bien para ellos Laurie decide confesarle a Bart un crimen cometido hace tiempo,
Lewis rueda a la actriz desde atrás sin mostrarnos su rostro. El mal no está en
ellos, parece querer decirnos: el mal los rodea y los acosa y los toma como
rehenes.
Su carrera criminal
enfilará la senda final de un callejón sin escape cuando Laurie mate a dos
personas en el atraco a una empresa en la que se han puesto a trabajar,
infiltrados a la espera de dar su golpe definitivo. Laurie es recriminada por
una provecta secretaria por llevar pantalones, otra vez el juego de roles a la
inversa, momento que servirá a Lewis y sus guionistas no solo para esto, sino
para mostrar el lado más salvaje de la joven poco después: asesinará a la
secretaria en el transcurso del robo. Su ansia de dinero está enturbiada
también por el afán de venganza, por su compulsión autodestructiva de eliminar
de su camino a tiros todo aquello que se le oponga.
Acosados y perseguidos,
incapaces de separarse y huir cada uno por su lado como indicaría la lógica,
buscarán refugio en las montañas, ese lugar primitivo que supone la vuelta a lo
esencial, la madre tierra como única protectora cuando ya no nos queda nada. Se
había mostrado así con anterioridad en otros clásicos del género: en El último refugio (High Sierra, 1941) de
Raoul Walsh o en Retorno al pasado (Out
of the Past, 1947) de Jacques Tourneur. Y de allí a los pantanos en los que
culminará su huida. Aunque la referencia que a mí me viene a la mente, por los
furiosos travellings siguiendo a la pareja por el bosque y ese desenlace
huyendo entre la niebla, es el de El
malvado Zaroff (The Most Dangerous Game, Irving Pichel y Ernest B.
Schoedsack, 1932).
En la secuencia final,
con Laurie y Bart ocultos en los pantanos, Lewis hará de la falta de medios
cine con mayúsculas. Un cañaveral de estudio, niebla por doquier para ocultar
los decorados y unas voces en off para darnos a entender que están rodeados por
docenas de policías: la grandeza de la serie B. La atmósfera es opresiva y las voces
suenan como si temblaran en el vacío. Su ataúd es un sarcófago blanco hecho de
volutas de niebla. Bart decidirá poner fin a todo y su último gesto de
humanidad resume la ironía de unas vidas desesperadas llevadas hasta el límite,
una pasión destructora que los ha llevado por el mal camino pero sin la cual no
hubiera valido la pena ninguno de ellos. Bart: “Es como si no hubiera pasado
nada, como si nada fuera real en mi vida.” Laurie: “Cuando te despiertes,
mírame acostada junto a ti. Soy tuya y soy real.” Bart: “Eres lo único real en
mi vida, Laurie. El resto es una pesadilla.” Una pesadilla que tocará a su fin
cuando, de manera definitiva, los envuelva la oscuridad. (José Luis Forte)